Trabajos y Comunicaciones, 2da. Época, Nº 44, e021, septiembre 2016. ISSN 2346-8971
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Historia


DOSSIER

Continuidades y rupturas en el proceso de centralización de la administración sanitaria argentina (1880-1945)

 

Carolina Biernat

Centro de Estudios en Historia, Cultura y Memoria – Universidad Nacional de Quilmes – CONICET
Argentina
cbiernat@yahoo.com


Cita sugerida: Bienat, C. (2016). Continuidades y rupturas en el proceso de centralización sanitaria argentina (1880-1945) Trabajos y Comunicaciones (44), e021. Recuperado de: http://www.trabajosycomunicaciones.fahce.unlp.edu.ar/article/view/TyCe021

 

Resumen:
El objetivo del trabajo es presentar el proceso de centralización administrativa de la repartición sanitaria nacional. Para ello se analizan, en primer lugar y con la intención de situar el problema en un plazo más largo, los límites que debió afrontar el Departamento Nacional de Higiene desde el momento de su creación, en 1880, para avanzar en sus intenciones centralizadoras. Entre ellos se encuentran su escasa autonomía administrativa, las superposiciones jurisdiccionales con otras dependencias del Estado, las indefiniciones respecto de su supremacía jerárquica, la resistencia de las provincias, los municipios fuertes y las asociaciones benéficas y los conflictos de proyectos al interior mismo de la repartición. En segundo lugar se muestra cómo los sucesivos presidentes del Departamento Nacional de Higiene asumieron ese límite para su gestión y apostaron a la organización interna de la repartición antes que al desafío de la centralización de la asistencia sanitaria. Su estrategia fue el fortalecimiento de nuevas áreas de incumbencia que constituyeron una agenda que sirvió como base de la definitiva centralización de la administración sanitaria. En esta tarea contaron con el apoyo parlamentario, fundamentalmente de la bancada socialista, que logró convertir en ley durante los años 30 a una serie de nuevas atribuciones del Departamento en aspectos que ligaban la salud con la asistencia social. Por último se analiza un momento clave de este proceso, el primer ensayo de centralización sanitaria a través de la creación, en 1943, de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social.

 

Palabras Clave: Políticas de la salud; Salud pública; Políticas sanitarias; Estado argentino; Políticas sociales

Continuities and ruptures to the centralization project of the national health administration (1880-1945)

Abstract
The goal of this work is to present the centralization process of the national sanitary administration.  For that it´s analyze the limits that the National Hygiene Department affronted in his centralization impulse in 1880. Among them are remarkable: the scarce administration autonomy, the jurisdictional overlap with other State departments, the non-definition of the highest hierarchy over the others, the resistance of the provinces, strong municipalities and charities association and the plural projects inside the National Hygiene Department. In addition is show how the different presidents of National Hygiene Department invested in the internal organization over the centralization process to above the limits of their power. Their strategy consisted in fortifying new areas of incumbency that constructed an agenda that worked as base of the centralization of the sanitary administration.  For this project they counted with the parliamentary support, especially the socialist members of congress that combined the social assistant and health policy into laws along 30 years. Finally, the studies approach to 1943 as a key moment in the centralization process with the foundation of the National Direction of Public Health and Social Assistance.

Key Words: Health policies; Public health; Sanitarian policies; Argentinian state; Social policies

 

Introducción

La centralización administrativa del Departamento Nacional de Higiene argentino, institución de carácter federal responsable de la política sanitaria, se inscribió en el contexto de formación y consolidación del Estado nacional. Desde mediados del siglo XIX, la necesidad de imponer un orden capaz de garantizar la incorporación del país como proveedor de productos primarios al mercado capitalista internacional, impuso el desafío de crear un conjunto de instituciones públicas, relativamente autónomas de la sociedad civil, con cierto grado de profesionalización de sus funcionarios y de control centralizado de sus actividades. Para ello se inició, por un lado, un proceso de “expropiación” del poder a los gobiernos locales y a organismos de la sociedad civil y, por otro, se desarrollaron mecanismos de “penetración” de la autoridad central sobre le conjunto del territorio nacional (Oszlak, 2012: 95-190).

Hasta las primeras décadas del siglo XX, la centralización de la política sanitaria y de sus instituciones fue justificada por su lugar indispensable para el desarrollo del comercio exterior en la medida que garantizaba una lucha eficaz contra las epidemias a través de acciones de saneamiento de los puertos, de las ciudades y de las regiones rurales ligadas a la producción de exportables. Conforme se acentuaron los procesos de urbanización e industrialización, la centralización administrativa de las agencias de higiene fue visualizada como el requisito fundamental para la reproducción saludable y la integración social de la población trabajadora. No obstante ello, las trabas al proceso de centralización de los organismos de salud por parte de los intereses locales y privados fueron una constante hasta la década de 1950. En efecto, el interés social por construir autoridad sanitaria y transferir al poder público central las responsabilidades ligadas al resguardo de la salud y los recursos financieros para llevarlas a cabo, se fue configurando lentamente a lo largo de un siglo en la interacción entre los proyectos de las elites políticas y sociales y las demandas de los sectores más desprotegidos.

En este sentido, entendemos por centralización administrativa al gerenciamiento monopólico, por parte del máximo órgano de poder público, de la decisión, las funciones, la coacción, los recursos y la designación de agentes, que conduce a la unidad en la ejecución de las leyes y en la gestión de los servicios. De todos modos, consideramos que no se trata de un sistema modélico y rígido, que plasma automáticamente la Carta Magna de un país, ni invariable en el tiempo. Antes bien, como señalan Oszlak & Serafinoff (2011), remite a una forma de dominación social que se establece en un lugar y un tiempo determinados a través de tres pactos sustanciales: el de gobernabilidad, que resulta en el monopolio del poder político por parte del Estado; el funcional, que refiere a los acuerdos acerca de las obligaciones que atañen al Estado, al mercado o a las organizaciones civiles, y el distributivo, que condensa la decisión acerca de la distribución de los ingresos y riquezas. De allí la necesidad de recuperar el dinamismo del proceso de centralización administrativa que se va reconfigurando en el tiempo en la medida que los distintos actores sociales logran arreglos relativamente eficaces en la distribución de autoridad, competencias y recursos, en función de criterios y consideraciones que no son universales y responden a especificidades contextuales e históricas.

En consecuencia, resultan relevantes para explicar la centralización administrativa del sistema sanitario, los procesos de profesionalización y legitimación de los saberes médicos; la incorporación de distintos grupos de galenos -asociados directamente al poder político o identificados entre sí por su filiación a determinadas asociaciones o cohortes universitarias- a la burocracia estatal; los cambios producidos en torno a la medicina y la salud pública; el avance de la “cuestión social” como motor para la intervención social del Estado; la influencia de los ejemplos de políticas y organización administrativa de otros países; las prescripciones de los organismos internacionales o de los acuerdos llevados a cabo en congresos académicos.

El objetivo del trabajo es analizar el proceso de centralización administrativa de la repartición sanitaria nacional. Para ello se indagan, en primer lugar y con la intención de situar el problema en un plazo más largo, los límites que debió afrontar el Departamento Nacional de Higiene desde el momento de su creación, en 1880, para avanzar en sus intenciones centralizadoras. Entre ellos se encuentran su escasa autonomía administrativa, las superposiciones jurisdiccionales con otras dependencias del Estado, las indefiniciones respecto de su supremacía jerárquica, la resistencia de las provincias, los municipios fuertes y las asociaciones privadas y los conflictos de proyectos en el interior mismo de la repartición. En el segundo apartado se muestra cómo los sucesivos presidentes del Departamento Nacional de Higiene asumieron ese límite para su gestión y apostaron a la organización interna de la repartición y a la ampliación de sus atribuciones antes que al desafío de la centralización de la asistencia sanitaria. Su estrategia de fortalecimiento de nuevas áreas de incumbencia constituyó una agenda que sirvió como base de la definitiva centralización de la administración sanitaria. En el último apartado se analiza un momento clave de este proceso, el primer ensayo de centralización sanitaria a través de la instauración, en 1943, de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social.

La impotencia de la administración sanitaria nacional en sus orígenes

La creación del Departamento Nacional de Higiene, en 1880, respondió a un entramado de objetivos e intereses políticos que cruzaron las órbitas nacional con las provinciales y municipales y la pública con la privada. De un lado se encontraba la intención del Estado central de construir una administración propia, con injerencia en la recientemente federalizada ciudad de Buenos Aires y en los territorios nacionales, pero de respeto de las autonomías provinciales respecto de su gestión sanitaria, como lo establecía la Constitución federal de 1853. Conforme a este objetivo, fue nombrado Pedro Pardo como presidente del Departamento, cabeza visible de la Academia de Medicina, hombre de plena confianza del presidente Julio A. Roca, con una trayectoria como legislador que permite incluirlo dentro de la categoría de “médico político” (profesional que asume funciones jerárquicas en la administración o el gobierno del Estado, o se desempeña como legislador), pero con pocos antecedentes en el área del control higiénico (Gónzalez Leandri, 2010: 69)

Por otro lado, la salud devino en un tópico importante de la intervención pública en la medida que respondía a problemas ligados a los procesos de modernización del país. Su justificación provenía de una noción de higiene dominantemente defensiva, que tenía por objeto evitar el contagio indiscriminado que el cíclico impacto de las epidemias, asociadas a la idea de la degeneración, la degradación moral y física, la suciedad y la enfermedad, traía consigo (Armus & Belmartino, 2001: 285-287). En consecuencia, un conjunto tan amplio como heterogéneo de aspectos, tales como el control sanitario de los puertos, la provisión de agua potable, la vacunación o la respuesta a los brotes epidémicos, se aglutinaron en la responsabilidad regulatoria de la nueva repartición nacional.

Esta creación administrativa del Estado central se imbricó con objetivos de los profesionales de la salud que consolidaron una nueva identidad de la mano de los postulados del higienismo que entendía a las enfermedades como un problema social y a los médicos como naturalizados agentes de saneamiento. De esta forma, en las últimas décadas del siglo XIX, los médicos se afianzaron como un grupo pequeño pero influyente dentro de la elite local que apelaban al Estado para alcanzar cierta legitimidad y lograr el monopolio de la profesión, pero que se oponían a cualquier intervención del dominio público que pudiera ser interpretada como un avasallamiento de la necesaria autonomía del saber científico. En este proceso intentaron afirmarse como los únicos proveedores de los servicios de salud, aumentando en número, creando y fortaleciendo sus instituciones de representación académica y de agremiación, haciendo efectiva su oposición a competidores tales como la medicina casera o los curanderos y ganando la conciencia de la gente utilizando los modernos métodos de la publicidad. Por su parte, el Estado apoyó a través de claras medidas represivas el proyecto de profesionalización y de concentración de atribuciones de los médicos, en la medida que le permitía desarrollar su propia capacidad de intervención social por medio de la asistencia pública de los enfermos, haciéndose cada vez más presente en la regulación de la red de instituciones de atención, tradicionalmente en manos de sociedades filantrópicas o asociaciones étnicas, y apostando a la centralización administrativa de las políticas sanitarias (Armus & Belmartino, 2001: 301-325 y González Leandri, 2005: 133-150).

A pesar de esta aparente sólida construcción del entramado administrativo sanitario del gobierno central, en el que confluían una densa red de técnicos con una estructura institucional con injerencia nacional, el Departamento Nacional de Higiene tuvo que hacer frente a un conjunto de problemas que se constituyeron en obstáculo para llevar a cabo sus objetivos. Por un lado, la escasa autonomía administrativa en la medida que dependía de los ministerios de Guerra y Marina (hasta 1891) o del Interior, según si los asuntos de su competencia se referían a la higiene sanitaria del puerto, de la armada, del ejército, de la Capital Federal o de los Territorios Nacionales. Sus funciones, aún si se ampliaron a lo largo de los años, lo reducían a un órgano de contralor de diversos aspectos sanitarios (estado de salud de los que ingresaban al país y de los funcionarios del ejército, la armada y la administración pública, ejercicio legal de la medicina y la farmacia o higiene pública) y de programación de políticas de salubridad. La puesta en práctica de estas últimas quedó a cargo de los gobiernos provinciales, facultados por la Constitución Nacional de 1853 con la atribución del cuidado de la salud, o municipales y de instituciones benéficas de carácter privado (Sociedad de Beneficencia y Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales), dando lugar a la superposición de atribuciones y a una indefinición de jerarquías de las distintas reparticiones sanitarias de carácter nacional, local, público o privado.

Los contextos de brotes epidémicos pusieron aún más en evidencia la imposibilidad de llevar a cabo un plan mancomunado de las distintas jurisdicciones para resolver urgentes problemas sanitarios sin mediar el conflicto. Tal el caso del decreto que en 1887, tras un error de la repartición nacional de no advertir un brote de cólera y no tomar ninguna medida para evitar que se propagara, ungió a la Dirección de la Asistencia Pública, organismo sanitario de la ciudad de Buenos Aires, de la responsabilidad de dictar las medidas convenientes para evitar la introducción y propagación de epidemias y constriñó al Departamento Nacional de Higiene a la función de asesoramiento técnico, sin aclarar su supremacía jerárquica. En consecuencia, provocó una superposición de funciones entre las dos reparticiones (Veronelli & Veronelli Correch, 2004: I, 230-244).

Este incidente jurisdiccional puede ser pensado, también, en función de un conflicto entre dos grupos de médicos alrededor de criterios científicos y técnicos. Pardo fue criticado como científicamente desactualizado a la hora de hacer frente a la epidemia de cólera del año 1986 por un grupo de médicos jóvenes, entre quienes se destacaban Emilio Coni y José María Ramos Mejía, que tenían su epicentro y plataforma de lanzamiento de proyectos higiénicos en la repartición sanitaria municipal y en el Círculo Médico y poseían fuertes vinculaciones con ámbitos académicos y políticos internacionales a través de pasantías realizadas en instituciones europeas o de la participación en congresos de higiene internacionales. La distancia entre el presidente del Departamento Nacional de Higiene y los jóvenes galenos no era sólo generacional sino que implicaba perfiles distintos. Mientras que el primero puede asociarse, como ya se advirtió, a una categoría de “médico político”, los segundos se inscriben en el perfil de “técnicos”. Finalmente, el nuevo presidente de la nación, Miguel Ángel Juárez Celman, terminó separando de su cargo a Pardo a quien consideraba un representante de la “vieja política”. En su lugar fue nombrando uno de estos jóvenes médicos, Juan Gil, quien había adquirido renombre a raíz de su actuación como delegado sanitario del gobierno central durante el brote epidémico en la provincia de Mendoza (González Leandri, 2010: 69-73).

Las superposiciones jurisdiccionales e indefiniciones respecto de la supremacía jerárquica del Departamento Nacional de Higiene por sobre la Dirección de la Asistencia Pública se intentaron corregir a través de una sucesión de proyectos administrativos y legislativos. Sus autores pertenecían al círculo que hemos identificado como de la joven generación quienes, en su mayoría, se habían trasladado de la órbita municipal a la nacional. En 1888 el nuevo director de la repartición nacional, Mariano Astigueta, perteneciente al círculo de Juan Gil, elevó al ministerio del Interior un proyecto de Ley Sanitaria en el que se le atribuía al organismo nacional la administración y dirección técnica y económica de todas las cuestiones referentes a la salud pública y colocaba bajo su jurisdicción a la Asistencia Pública de la ciudad de Buenos Aires y a todos los establecimientos de caridad, a excepción de la Sociedad de Beneficencia. Aunque este proyecto no llegó a ponerse en práctica, la insistencia de los sucesivos presidentes del Departamento lograron que, en 1891, el Congreso Nacional sancionara la ley orgánica del Departamento en la que se le quitaban las responsabilidades respecto de las cuestiones sanitarias del Ejército y de la Armada y se le daba el carácter de institución nacional, aunque sin precisar claramente sus funciones. Sus mentores fueron Juan Gil, Mariano Astigueta y Guillermo Udaondo (futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires) quienes se inspiraron en la ley inglesa de protección de la salud de 1875, en la experiencia alemana, en la legislación italiana y en intervenciones de científicos en congresos internacionales. Recién en 1892 un decreto reglamentario determinó estas funciones y la ungió como una repartición nacional de carácter técnico, lo que la preservaba de presiones derivadas de vinculaciones y compromisos políticos. Aunque las provincias no se encontraban bajo su jurisdicción, los reiterados brotes epidémicos que azotaron el país durante las últimas décadas del siglo XIX, las ubicaron en una posición subordinada a la repartición nacional en la medida que tuvieron que pedir su auxilio técnico en forma reiterada (Veronelli & Veronelli Correch, 2004: I, 245-247, 255-257).

A pesar de los cambios introducidos por la ley orgánica del Departamento y su reglamentación, en 1901, su por entonces director Carlos Malbrán, quien había sido nombrado en ese cargo por su credibilidad como “técnico”, después de que su antecesor, Eduardo Wilde, un médico “político” designado por el presidente de la nación Julio Roca, fracasara en el control de una epidemia de peste bubónica, presentó un proyecto de ley de Sanidad Nacional con el objeto de centralizar la lucha contra los brotes epidémicos e intentar dar un paso más adelante legitimando la interferencia de la repartición nacional en las provincias. En el mensaje que acompañó al proyecto Joaquín V. Gonzáles, ministro del Interior, justificaba dicha intervención expresando que la amenaza epidémica no se limitaba solo a los puertos y que la situación sanitaria de una localidad “salva en sus consecuencias los propios límites para afectar los intereses nacionales en sí mismos y en su relación con el extranjero” (Malbrán, 1931). Está claro que esta centralización no podía llevarse a cabo sin recursos económicos administrados por el propio Departamento, por lo cual se propuso en el proyecto computarle los ingresos de la sanidad marítima (impuesto de sanidad, patentes y desinfección de inmigrantes) y de un porcentaje aplicado a las recetas despachadas por las farmacias y a las unidades de especialidad farmacéutica. Finalmente el proyecto no fue aprobado por el Congreso por la negativa de los representantes provinciales de ceder la prerrogativa de sus jurisdicciones en materia sanitaria, pero instaló en la agenda la posibilidad de que el Departamento Nacional de Higiene tuviera funciones de supervisión y control de las gestiones sanitarias de los gobiernos locales y de las instituciones privadas. En ese sentido la gestión de Malbrán se caracterizó por una creciente intervención de la repartición nacional en las provincias a través de campañas contra enfermedades como el paludismo o la lepra.

Entre las organizaciones no gubernamentales que ocupaban un lugar relevante en el terreno sanitario nacional y fueron consideradas un escollo a los proyectos de centralización se encontraban la Sociedad de Beneficencia y la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales. Mientras que la primera se concentraba en instituciones benéficas para la asistencia social y sanitaria de los sectores más desvalidos de la sociedad, la segunda se proponía crear establecimientos sanitarios para tratar enfermedades mentales e infectocontagiosas. Ambas dependían, desde 1908, del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, lo que le traía al ministerio del Interior, que tutelaba al Departamento Nacional de Higiene, serios conflictos interjurisdiccionales. En los dos casos se trataba de instituciones con autonomía administrativa pero cuya mayor fuente de financiamiento provenía de las arcas públicas. El prestigio y trayectoria de sus directivos hacía muy difícil todo cuestionamiento a su obra y los intentos de subordinarlos a las orientaciones de una repartición estatal (Ramacciotti, 2009: 25-30).

De todos modos, durante la primera presidencia radical (1916-1922), un conjunto de proyectos legislativos avanzaron sobre la intención centralizadora de la administración sanitaria. Entre ellos, el de los diputados demócratas progresistas por la provincia de Córdoba, Jerónimo del Barco y Julián Maidana, que proponían en 1919 una reorganización del Departamento Nacional de Higiene situándolo como organismo técnico asesor de los gobiernos nacional y provinciales y ejecutor de los reglamentos y disposiciones que se adoptaran con fines profilácticos. En la justificación de su proyecto aseguraban que la “higiene pública debe tener una sola y misma orientación: deben coordinarse todos estos esfuerzos aislados o dispersos como condición de su eficacia y pleno rendimiento” (DSCND, 1919: IV, 759-761). Por su parte, en 1920 Juan Capurro, presidente del Departamento Nacional de Higiene entre 1919 y 1920 y diputado radical, sugirió la creación de un Departamento de Salud Pública que coordinara las acciones sanitarias de las provincias y los municipios y supervisara la obra de las instituciones privadas de asistencia con financiamiento público (Anales del Departamento Nacional de Higiene, 1920: 214-218). Por último, el diputado radical Leopoldo Bard (1928) propuso, en 1922, la creación de la Subsecretaría de Salud Pública y Asistencia Social bajo cuya tutela debían pasar todos los establecimientos dependientes de distintas instituciones privadas o de otros ministerios, con todos sus bienes. El argumento principal era que los gobiernos debían encargarse de los problemas sanitarios, dejando a las instituciones caritativas en calidad de “factores auxiliares”.

Otro problema que debió enfrentar el Departamento Nacional de Higiene fue la sustracción de atribuciones a favor de nuevas dependencias administrativas que no se encontraban bajo su tutela. Tal el caso del control de enfermedades del ganado, adjudicado a la Policía Sanitaria Animal; el control bromatológico, a cargo de la Dirección de Ganadería y la Oficina Química Nacional; el control del agua, que pasó a la Dirección de Obras de Salubridad o la higiene industrial, a cargo del Departamento Nacional de Trabajo. Si en estos casos la dependencia sanitaria nacional terminó aceptando el recorte de atribuciones, en otros, como en el control de la higiene de los ferrocarriles, le provocó serios conflictos con las compañías y con la Dirección de Ferrocarriles quienes se opusieron a que los inspectores sanitarios ingresaran a las formaciones.

Es en virtud de estos conflictos irresueltos y de la convicción de los funcionarios sanitarios nacionales de que su arco de injerencia se extendía a medida que avanzaba el siglo que José Penna, director del Departamento entre 1910 y 1917, proyectó la reorganización de la repartición en siete núcleos, el correspondiente a la Dirección y administración y seis Divisiones: la de sanidad y profilaxis marítima y fluvial; la de sanidad y profilaxis terrestre que comprendía las delegaciones de las provincias y las estaciones de los territorios nacionales, la profilaxis del paludismo, la lepra, la viruela, el bocio, la tuberculosis, el cretinismo y las infecciones agudas; la de higiene escolar, infantil, industrial y social; la de deontología médica y vigilancia del ejercicio profesional y de la medicina pública; la del Instituto Bacteriológico Central y los laboratorios regionales y la de servicios de desinfección y saneamiento (Penna y Madero, 1910).

En esta explicitación de funciones que atañen al Departamento Nacional de Higiene puede verse, quizás, la estrategia de su presidente de apostar a una tarea, la administración sanitaria -que implica la prevención de enfermedades, el control del medio ambiente y la lucha contra las epidemias-, dejando de lado la asistencia pública o asistencia social, fuente principal de conflictos con la repartición sanitaria de la ciudad de Buenos Aires y con la Sociedad de Beneficencia. El ingreso de proyectos a la Cámara de Diputados, entre 1917 y 1922, de creación de organismos dependientes del Ministerio del Interior, destinados a unificar la acción del Estado en materia de salud pública, dan muestra de que esta opción se perfilaba como viable para la resolución de los conflictos jurisdiccionales. De un total de 7 proyectos, alguno de ellos ya presentados en este trabajo, 3 apostaban a un organismo que concentrara ambas funciones, mientras los 4 restantes se expedían a favor de la ampliación y consolidación de la jurisdicción del Departamento Nacional de Higiene (Belmartino, 2005: 53-54).

A pesar de esta reorganización interna que definía explícitamente las funciones de la repartición nacional, el Departamento no logró corregir sus déficits jurisdiccionales. El régimen federal, establecido por la Constitución Nacional, le otorgaba a las provincias total autonomía respecto de sus intervenciones sanitarias y dejaba con un margen de discusión muy alto por parte de las mismas la acción de regulación y coordinación de un organismo central. Por otro lado, a pesar de que el Estado asumió como una invasión a su jurisdicción el accionar de organismos de la esfera privada en la provisión de servicios de salud, su falta de recursos materiales y técnicos para hacerle frente lo obligaron a aceptar las prestaciones de estas instituciones. Por último, en un contexto de expansión de las esferas de intervención del Estado como son las primeras décadas del siglo XX, la constante creación de reparticiones o la reformulación de las ya existentes provocó superposiciones jurisdiccionales que llevaron a conflictos cuya resolución no sería fácil resolver.

La estrategia de la entreguerras: sumar atribuciones

Durante los años de entreguerras un conjunto de transformaciones operadas en la disciplina y en la corporación médicas, sumados a la creciente intervención del Estado en el terreno social y a la presión de los organismos y conferencias internacionales en la organización de las políticas sanitarias, reforzó las demandas y los proyectos de centralización de la asistencia sanitaria.

En primer lugar, la noción de higiene defensiva se fue transformando debido a los cambios obrados en los índices de mortalidad que pusieron en evidencia el incremento de enfermedades de tipo “moderno”, como el cáncer o las patologías cardiovasculares, por encima de las epidemias, o preocupaciones tales como la persistencia de altos registros de mortalidad infantil o el descenso de los de natalidad. Sobre su tono alarmista se articuló una versión nueva, la higiene positiva, que combinó la preocupación por la salud y la perfección física y moral a través de las prácticas preventivas (Armus & Belmartino, 2001: 285-287).

En un contexto de expansión de la actividad médica que implicó, además, la percepción por parte de los profesionales de la salud de una responsabilidad que iba más allá de prevenir, diagnosticar y curar enfermedades, individuales y colectivas, y que residía en reflexionar sobre fenómenos sociales más generales y proponer posibles soluciones, se afirmaron nuevas especialidades de la disciplina médica, muchas de ellas orientadas por los postulados eugenésicos. Desde sus universos específicos, cada una de ellas intentó dar respuesta a la “degeneración biológica”, y a sus manifestaciones más visibles tales como las “enfermedades sociales” (tuberculosis, alcoholismo y venéreas) y la “denatalización” (descenso abrupto de los nacimientos), como uno de los problemas centrales que afectaba a las sociedades modernas. En función de esta convicción hacían sus diagnósticos y proponían medidas concretas para su solución.

En segundo término, la reflexión médica de esos años, no se restringió a la tematización abstracta de problemas, sino que se complementó con un proyecto político. Sus protagonistas fueron, además de profesionales, hombres ligados a la acción desde la militancia partidaria o la filiación a instituciones comprometidas con el estudio y el planteo de soluciones a la “cuestión social”. Este proyecto político de un grupo de médicos influyentes, tanto en el ámbito académico como en la esfera de la opinión pública, lejos de centrarse en el mundo del trabajo, intentó dar respuesta a los problemas sociales desde el ámbito de la higiene. Los grupos sociales, definidos por aspectos raciales, sanitarios o por relaciones familiares, antes que por clases, fueron los destinatarios de este programa. Las medidas sugeridas tendieron a impulsar la tutela estatal de aspectos antes reservados a la privacidad de los individuos, tales como las conductas reproductivas o el placer sexual, a fin de moldear una población “homogénea”, integrada y saludable.

En tercer lugar, los años de entreguerras asistieron a una creciente intervención estatal en el terreno social. El Estado comenzó a ser visualizado, por amplios sectores de la sociedad civil, como el único organismo capaz de establecer un orden racional y conferirle una dirección institucional acorde. Es en virtud de ello que sometió a su aparato a una reorganización, a sus elencos técnicos a una renovación y a los niveles locales de gobierno a la centralización. En el caso de la política social, dentro de la cual la asistencia sanitaria está comprendida, fue organizada por el Estado como solución preventiva a los cambios en los comportamientos sociales producidos por la urbanización y la industrialización de fines del siglo XIX y como respuesta a la escalada de la conflictividad social (Biernat y Ramacciotti, 2012).

Por último, la acción de un conjunto de organismos internacionales y los consensos alcanzados en las conferencias sanitarias sirvieron para legitimar y dotar de mayor impulso a las demandas locales de centralización sanitaria. Así por ejemplo, la Fundación Rockefeller, de carácter filantrópico, intervino desde 1913 en la delimitación de políticas de salud de varios países latinoamericanos y en las estrategias de control de muchas enfermedades epidémicas y endémicas. Para ello ofreció su cooperación técnica y una magra asistencia financiera a los técnicos y profesionales sanitarios de los países que aceptaran libremente su cooperación (Veronelli & Testa, 2002: 48).

Por su parte, la Oficina Sanitaria Internacional (a partir de 1920 Oficina Sanitaria Panamericana), creada en 1902 como centro de recolección y difusión de informaciones sobre enfermedades exóticas, fue expandiendo sus funciones hasta convertirse en una oficina internacional de asistencia técnica sobre problemáticas ligadas a la salud y la higiene y sobre la organización de la administración pública en ese plano. Las Conferencias Sanitarias organizadas periódicamente por ese organismo fueron un ejemplo del acuerdo que lograron sus países miembros respecto de las cuestiones que consideraban prioritarias para delimitar sus políticas sanitarias (Cueto, 2004) y, como ha sugerido González Leandri (2013: 44), del acelerado acercamiento entre las comunidades médicas de América latina a diferencia de la impronta de los contactos con países europeos que signaron la segunda mitad del siglo XIX. Prueba del impacto de las recomendaciones de estos organismos internacionales en las políticas de casi todos los países latinoamericanos fue la creación de organismos sanitarios con mayor autonomía, como secretarías de salud y/o ministerios con burocracias más estables (Ramacciotti, 2009: 33).

Es en este nuevo contexto, pero sin dejar de tener en cuenta los lineamientos de más larga duración del proceso que hemos presentado en el apartado anterior, que se propuso la centralización de la política sanitaria en 1923 en el marco de la Conferencia Sanitaria Nacional. La reunión se realizó en agosto de ese año bajo la dirección del presidente del Departamento Nacional de Higiene, Gregorio Aráoz Alfaro, prestigioso pediatra e higienista ligado a la gestión de Emilio Coni en la Asistencia Pública de la ciudad de Buenos Aires, director de Pediatría del Hospital San Roque y profesor de la cátedra de Semiología en la Universidad de Buenos Aires. En el discurso inaugural, Aráoz Alfaro presentó al régimen federal de gobierno como el principal obstáculo de una organización nacional eficiente de la profilaxis y asistencia pública, en la medida que la autonomía de las provincias, en cuanto a autoridades y reglamentos se refiere, era causa de una “verdadera anarquía de opiniones y de procedimientos sanitarios, con notorio perjuicio de la defensa colectiva”. Por ello propuso trabajar en la construcción de “un régimen uniforme de gobierno sanitario con una dirección general que oriente y coordine las actividades de todos los organismos federados, sin desmedro de su funcionamiento autonómico y de sus facultades privativas” (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 22-25).

Las posiciones en torno al propósito de consensuar un proyecto de Ley de Sanidad Nacional para ser elevado al Congreso fueron muy dispares. En un extremo se encontraban las provincias con mayores recursos y desarrollo institucional, como la de Santa Fe, que defendía la autonomía jurisdiccional. En el otro extremo, las provincias de escasos recursos, como Santiago del Estero, que estaban dispuestas a entregar la competencia sanitaria al organismo nacional. En una posición intermedia se proclamaban otras provincias y municipios, como Córdoba o Rosario, y la Dirección de Sanidad del Ejército que aceptaban delegar sus facultades en una institución que incorporara representantes provinciales (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 99-115 y 121-122).

Otro punto importante discutido fue la subordinación de los organismos dependientes de otros ministerios y de las instituciones privadas a la administración nacional. El proyecto presentado por el diputado Bard avanzaba en este sentido proponiendo la creación de una Subsecretaría de Salud Pública y Asistencia Social bajo cuya dependencia quedarían los establecimientos que dirigía la Sociedad de Beneficencia de la Capital Federal; el Departamento Nacional de Higiene; el Servicio Médico de la Capital Federal, los asilos y hospitales regionales que dependían del Ministerio de Relaciones Exteriores; la Oficina Química Nacional bajo la órbita del Ministerio de Hacienda; el Cuerpo Médico Escolar e institutos de sordomudos, ciegos y tutelar de menores y los servicios y hospitales de las prisiones, penitenciarias y casas de corrección que dependían del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 116-117).

Finalmente, en las conclusiones votadas afirmativamente por todos los representantes de las provincias y de las entidades autónomas, la Conferencia declaró de urgente necesidad la vinculación y coordinación de las reparticiones sanitarias de la Nación y de las provincias para dar mayor eficacia a la defensa de la salud pública en todo el territorio de la República. Además, recomendó dictar, como resultado de acuerdos previos con las provincias, una ley de sanidad nacional, que salvando y armonizando los poderes atribuidos por la Constitución Nacional, proveyera a la defensa sanitaria permanente del país. Por otro lado, sugirió que los servicios de higiene urbana y general de asistencia pública y social, por enfermedades comunes, continuaran siendo atendidas por las provincias y municipios respectivos, quedando a cargo de la Dirección de Sanidad Nacional la profilaxis y asistencia de enfermedades endémicas, comunes a más de una provincia, y las epidémicas o susceptibles de hacerse tales. Por último proponía que en la entidad sanitaria a crearse deberían estar representados todos los estados federales. Estos representantes y las organizaciones sanitarias provinciales, serían los agentes naturales de la Dirección Sanitaria propuesta, en sus respectivas circunscripciones (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 81-82).

Más allá de estas cuestiones jurisdiccionales, reñidas con todo intento de centralización, la Conferencia Sanitaria propuso una serie de puntos que debían ser prioritarios en la organización del futuro sistema sanitario. En primer lugar, la creación de establecimientos de asistencia y profilaxis de carácter especial para la tuberculosis (impuesto del 20% sobre la lotería nacional, creación de hospitales, sanatorios y hogares infantiles, obligatoriedad de la denuncia de casos, medidas de higiene), lepra (denuncia obligatoria, censo de enfermos, tratamiento obligatorio a domicilio y en los leprosarios, reglamentación de matrimonios entre leprosos, repudio de inmigrantes enfermos), anquilostomiasis (tratamiento obligatorio y forzoso, certificado de inmunidad para escolares y empleados públicos, uso obligatorio de letrinas y calzado en las zonas infectadas) y paludismo (propaganda antipalúdica, cooperación de empresarios y propietarios rurales para el saneamiento de criaderos de larvas y mosquitos y para la provisión gratuita de quinina a sus empleados, cooperación legal y administrativa de las distintas jurisdicciones de gobierno para las acciones de profilaxis y saneamiento, vivienda higiénica) (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 83-85).

Un segundo punto giraba en torno a la creación de estaciones sanitarias. Para ello se sugería la división del país en zonas sanitarias estableciendo en cada una de ellas una sucursal del Departamento Nacional de Higiene, dotando de elementos y personal completos; la creación de pabellones de aislamiento; de hospitales con asistencia médica gratuita con maternidad, dispensarios de lactantes, consultorio externo para asistencia y profilaxis de enfermedades infectocontagiosas como sífilis, tuberculosis y enfermedades de la vista y la provisión de puestos rentados de médicos, farmacéuticos, parteras y enfermeros, para que prestaran servicios en los lugares apartados del país (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 85-87).

Por último, se proponía dotar de atribuciones sobre un conjunto de aspectos sobre los cuales el Departamento Nacional de Higiene no tenía injerencia hasta el momento: profilaxis y asistencia de enfermedades venéreas (creación de dispensarios, reglamentación de la prostitución); maternidad y Puericultura (protección a la madre; atención en el parto; asistencia, crianza y educación del niño, legislación nacional sobre trabajo de la mujer embarazada y madre), tratamientos preventivos obligatorios, dotación de agua potable y cloacas, propaganda higiénica y educación sanitaria, higiene industrial y alimentación (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 88-95).

Un tema importante discutido en la Conferencia fue el de los recursos económicos con los que contaría el Departamento Nacional de Higiene para llevar a cabo su labor. Desde su creación, una de las principales trabas de la repartición nacional para la expansión de sus atribuciones y para la centralización de su política por sobre las jurisdicciones de poder local y las organizaciones privadas, fue la falta de recursos materiales. En la Conferencia se consensuó un proyecto para crear un fondo para la defensa de la salud pública mediante la aplicación de un impuesto adicional de 2 centavos a los cigarrillos y al tabaco (Departamento Nacional de Higiene, 1923: 95). El proyecto no consiguió eco en el Parlamento por lo que no llegó a convertirse en ley y el problema del financiamiento permaneció como reclamo durante las décadas siguientes.

Aunque la convocatoria a la Conferencia Sanitaria fue importante, la mayor parte de las provincias, instituciones privadas, asociaciones médicas y ministerios enviaron a sus representantes, la resolución aprobada no contenía elementos para modificar los límites y superposiciones jurisdiccionales y tampoco la repartición sanitaria nacional contó con aliados fuertes en el Congreso Nacional para que el proyecto se convirtiera en ley. El presidente del Departamento Nacional de Higiene asumió ese límite para su gestión y apostó a la organización interna de la repartición antes que al desafío de la centralización sanitaria.

En este contexto de objetivos técnico-políticos, el Departamento Nacional de Higiene creó, en 1924, la Sección de Asistencia y Protección a la Maternidad y la Infancia. Su director justificó esta determinación en la necesidad de revertir las “cifras realmente pavorosas” de mortalidad infantil registradas en algunas provincias y territorios nacionales, atribuyendo sus causas a la “falta de asistencia médica y social a la madre y el niño y a la ignorancia de las madres de la población en general sobre higiene infantil y la puericultura”. Para subsanar estas carencias propuso la instalación de consultorios, dispensarios de lactancia, centros de atención materno-infantiles (fundamentalmente en regiones donde la mortalidad infantil es elevada) y la organización de un sistema de visitadoras de higiene social. No obstante la insistencia de Aráoz Alfaro (1928a) de contar con un presupuesto exclusivo, esta división llevó a cabo su labor con una exigua cifra anual que reportaba como “servicios de puericultura” del Departamento.

En mayo de 1926 Aníbal Olarán Chans y Luis Siri, funcionarios de plena confianza de Aráoz Alfaro, responsables de la División de Maternidad e Infancia del Departamento Nacional de Higiene, presentaron en la Sociedad Argentina de Pediatría un programa de asistencia y protección de la madre y su prole. El proyecto estaba basado en los ejemplos de la Sheppard Townwer Act norteamericana que sintetizaba objetivos poblacionistas con demandas del reconocimiento del derecho a la salud de las mujeres, y de la Opera Nazionale per la Protezione della Maternitá e del l’infanzia fundada en 1925, uno de los pilares de la política demográfica fascista y de reforzamiento de la legitimidad del régimen. El programa de Olarán Chans y de Siri compartía con los modelos norteamericano e italiano el poner como foco principal de la atención sanitaria a las mujeres y los niños que quedan fuera de la estructura familiar convencional. Esto es madres pobres, en muchos casos solteras, e hijos ilegítimos. El proyecto fue remitido al Congreso de la Nación dónde, después de casi diez años, fue presentado por el senador socialista Alfredo Palacios y convertido en ley nacional a fines del año 1936 (Biernat y Ramacciotti: 2008).

En el año 1924 se crearon dentro del Departamento Nacional de Higiene, además, otras divisiones: Propaganda higiénica y educación popular; Higiene mental, alcoholismo y toxicomanías; Profilaxis del tracoma y oftalmías infecciosas; Enfermedades venéreas y lepra; Profilaxis y asistencia de la tuberculosis y Profilaxis de la anquilostomiasis. A pesar de esta expansión de atribuciones, el presidente de la repartición sanitaria nacional admitía que la labor resultaba limitada por su “escaso y mal organizado presupuesto”. En el caso de la asistencia a la tuberculosis, por ejemplo, la intervención nacional se circunscribía a la Capital Federal y a un dispensario de provincia. Según Aráoz Alfaro y Tiburcio Padilla esto se debía a que “el estado invierte cantidades apreciables de dinero en el cuidado de la salud pública y privada, los funcionarios de gobierno destinados a ese objeto y muchos civiles de buena voluntad dedican encomiablemente grandes energías a esa lucha y, no obstante, los resultados no son los que deberían esperarse, por falta de una orientación única y definida”. De allí, concluían, que “la unificación de los servicios sanitarios, aparte de ese beneficio, representaría el primer paso hacia ese ideal, de que todo lo relacionado con la salud pública y privada fuera función de Estado” (Aráoz Alfaro y Tiburcio Padilla, 1925).

Esta falta de centralización se hacía evidente, por ejemplo, en el caso de la profilaxis y atención de las enfermedades venéreas. Mientras que la tarea preventiva del contagio de estos padecimientos estaba organizada por instituciones de la sociedad civil, el panorama de la atención de estas dolencias involucraba a las esferas pública y privada, y a los distintos niveles del gobierno federal. Si bien a partir del año 1927 el Departamento Nacional de Higiene contaba con una Sección de Profilaxis de la Lepra, Sífilis y Enfermedades Venéreas, que se encargaba de organizar dispensarios antivenéreos en zonas portuarias y en el interior del país, esta repartición no estaba dotada de la facultad de ejercer la superintendencia sobre los centros de atención de carácter provincial, municipal o particular. La imposibilidad de este organismo de centralizar la profilaxis de las enfermedades venéreas, daba como resultado el fortalecimiento de una estructura de atención caracterizada por la existencia de una multiplicidad de instituciones con distintos niveles de autonomía jurisdiccional, cuyas funciones tendían a superponerse. Tal el caso de la ciudad de Buenos Aires dónde los dispensarios venerológicos, creados en 1919 bajo la órbita de la Asistencia Pública de la municipalidad, convivían con los puestos de control sanitario instalados en el puerto, dependientes del Departamento Nacional de Higiene; con los servicios externos de determinados hospitales, como el del Ramos Mejía dónde funcionaba la Cátedra de Clínica Dermatosifilográfica, dependiente de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires; con servicios sociales de distintas sociedades mutuales, como la Asociación Española de Socorros Mutuos, y con clínicas privadas. Mientras que las primeras instituciones encontraban la mayor parte de su público en los sectores populares, quienes recurren a ellas en virtud de su gratuidad; las dos últimas estaban orientadas hacia la clientela proveniente de grupos sociales con mayores recursos económicos y más sensibles a la penalización moral de padecer una enfermedad “secreta” (Biernat, 2007).

Siguiendo con el proyecto de incrementar las atribuciones del Departamento Nacional de Higiene sobre algunos aspectos sanitarios considerados de orden nacional, en 1926 se dictó la ley 11.359 sobre profilaxis de la lepra que establecía la obligatoriedad de la denuncia de la enfermedad en todo el territorio de la nación y la organización del Registro que imponía el tratamiento sanitario obligatorio, la inspección preventiva de los sospechosos y su aislamiento en el domicilio o en los asilos y colonias. En 1928 la ley 11.410 otorgaba al Poder Ejecutivo, previo informe del Departamento, la prerrogativa de instalar sanatorios, asilos y colonias para leprosos en las provincias y territorios nacionales donde la enfermedad se encontraba más extendida. Las provincias no se oponían a esta disposición porque, dados sus escasos recursos, necesitaban de esta intervención (Veronelli & Veronelli Correch, 2004: t II, 406-407). Por otro lado, la ley de profilaxis de la lepra constituyó un precedente importante de la sanción, en 1936, de la ley 12.317 de denuncia obligatoria de enfermedades contagiosas o transmisibles.

En febrero de 1928 Gregorio Aráoz Alfaro renunció a su cargo de presidente del Departamento Nacional de Higiene. En la carta al por entonces ministro del Interior, José Tamborini, justificaba su decisión porque, durante cuatro años, a pesar del mal distribuido e insuficiente presupuesto se había sentido sostenido por “la buena voluntad del excelentísimo Presidente de la Nación” y por la “esperanza de conseguir cada año un presupuesto mejor”. De todos modos, “circunstancias que no es del caso examinar me han impedido obtenerlo y han privado al Departamento de recursos especiales” (Aráoz Alfaro, 1928b: 1223-1224). Detrás de estas formales palabras se escondía, además de la evidente limitación presupuestaria, su negativa a formar parte del segundo gobierno yrigoyenista (1928-1930). Ya en 1918, durante la primera presidencia de Yrigoyen (1916-1922) había sido nombrado presidente del Departamento Nacional de Higiene y renunciado a los pocos meses por considerar que la repartición era víctima de “la baja política que lo subordina todo a las conveniencias electorales y a la influencia de los caudillos” lo que lo llevaba a enfrentar muchos obstáculos para una reorganización eficaz (Aráoz Alfaro, 1944).

A pesar de estas cuestiones de orden partidario, el proyecto de fortalecimiento del Departamento Nacional de Higiene iniciado por Aráoz Alfaro fue continuado por su secretario, Tiburcio Padilla y, entre 1932 y 1938, por Miguel Sussini, ambos discípulos del prestigioso higienista. En este sentido el año 1936 fue central para el proceso de centralización de la política sanitaria porque se logró consenso parlamentario para tres leyes decisivas: la de Maternidad e Infancia; la de Profilaxis de las enfermedades venéreas y la de denuncia obligatoria de enfermedades infecciosas y transmisibles. Tres áreas nodales de la política sanitaria que pasaron a la tutela de la repartición nacional. Si el ordenamiento legal necesario para dotar a la repartición de capacidades institucionales y recursos materiales provino de los proyectos de la bancada socialista, muchos de ellos llegando a convertirse en leyes, los cuadros administrativos fueron reclutados en los círculos académicos en los que estos funcionarios participaban.

En suma, la ampliación de atribuciones del Departamento Nacional de Higiene en aspectos novedosos de la política sanitaria, fue generando una suerte de legitimidad científica y administrativa de la repartición que serían indispensables, dos décadas más tarde, para centralizar su acción por sobre la de las provincias y las organizaciones privadas de asistencia. Nuevamente se repetía la estrategia de concentrar sus funciones en la de administración sanitaria, dejando de lado la de asistencia social, como forma de evitar el conflicto con la repartición municipal y con las instituciones de carácter privado. Junto con esta imposibilidad del Departamento Nacional de Higiene se encontraban límites de carácter más urgente como la debilidad presupuestaria y la escasez de un personal mal remunerado y poco idóneo que, a su vez, reforzaban la dependencia de la repartición nacional de los servicios prestados por las instituciones provinciales y de la sociedad civil. Sin embargo, estas limitaciones de las capacidades administrativas no eran privativas de la cartera sanitaria. Otras reparticiones, creadas en la primera década del siglo XX y dependientes del Ministerio del Interior, atravesaban problemas muy similares. Tal el caso, como lo han demostrado Germán Soprano (1998) y Juan Suriano y Mirta Lobato (2014), del Departamento Nacional de Trabajo, creado en 1907 para dar respuesta a la “cuestión obrera”.

La centralización frustrada

En forma paralela al proceso de reordenamiento y ampliación de atribuciones del Departamento Nacional de Higiene se continuó insistiendo en la necesidad de centralizar la política sanitaria. En ese sentido Aráoz Alfaro (1938) propuso, durante el gobierno de Agustín P. Justo, la creación de un Ministerio de Salud. Según su opinión había que “reunir todo cuanto atañe a la sanidad, a la higiene y a la asistencia social en un gran ministerio o, por lo menos, en una ‘dirección nacional’, técnica y autónoma, dotada de recursos permanentes y suficientes”. Su propuesta giraba en torno a la necesidad de coordinar los servicios y de lograr una “unidad de comando” para evitar la “anarquía y la dispersión de esfuerzos y de dinero”.

Ahora bien, el objetivo de centralización administrativa del Departamento Nacional de Higiene requería, necesariamente, del apoyo parlamentario. En efecto, en el marco de gobiernos democráticos, precisaba de una ley que estableciera la supremacía jurisdiccional de la repartición nacional por sobre las administraciones provinciales, municipales y de organismos de beneficencia. Si bien iniciativas de ambas cámaras acompañaron con proyectos legislativos esta intención, ninguno de ellos llegó a plasmarse en una normativa.

En este sentido una coyuntura interesante para analizar es la del proyecto de ley sobre la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social que envió Juan Jacobo Spangenberg, médico clínico de los hospitales Británico, Ramos Mejía, Alvear y Durand, profesor de la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires y director del Departamento Nacional de Higiene entre 1938 y 1943, al ministro del Interior en septiembre de 1940. Entre los fundamentos del proyecto apuntaba a las fallas de profilaxis y tratamiento de las enfermedades hereditarias, a la carencia de alimentos y a las malas condiciones de vida higiénica, como “causas de la morbilidad infantil y el aumento del número de jóvenes inaptos para cumplir con sus deberes militares”. De allí que esgrimía la necesidad de contar con un Ministerio de Salud Pública que concertara “con las autoridades sanitarias de los demás países, la uniformidad de procedimientos y el acuerdo de convenios higiénico sanitarios que aseguren la lucha contra las enfermedades y la protección de sus habitantes”. En este punto sacaba a relucir su participación, como representante del Estado argentino, en la II Conferencia Panamericana de Directores de Sanidad (1940) y legitimaba la organización de estos encuentros como un vehículo para concertar pautas de organización sanitaria (Spangenberg, 1940).

En segundo término, señalaba la urgencia de que su proyecto se convirtiera en ley dada la imposibilidad, por respeto de la Constitución Nacional, de crear una entidad autónoma y central, con asiento en la Capital Federal “que constituya la suprema y única autoridad sanitaria de la Nación”. Según su diagnóstico, la atención de la salud pública y asistencia social correspondía en forma aislada y desarmónica a los gobiernos nacional, provincial o municipal y en igual sentido se esforzaban las iniciativas privadas y las sociedades de beneficencia. Por otra parte, según el presidente del Departamento Nacional de Higiene, todos los años el Congreso Nacional acordaba, como respuesta a innumerables pedidos, subsidios especiales que permitían contribuir, desarrollar, o mantener servicios sanitarios o de asistencia social. Dado el monto total de esas subvenciones, proponía que esos fondos los recibiera una entidad central, como la que se proyectaba crear y que los distribuyera ordenada y equitativamente en forma de “Ayuda Federal” (provincias y municipios), vigilando atentamente su aplicación (Spangenberg, 1940). En suma, dos argumentos en pos de la centralización sanitaria, la coordinación de acciones de profilaxis sanitaria y asistencia social y la optimización de recursos que, de otra manera se encontrarían administrados por el Congreso Nacional bajo la figura de subsidios puntuales.

A pesar de que la discusión del proyecto en el Senado debió esperar al año 1942, su texto circuló en la mayor parte de las revistas médicas, lo que daba cuenta de lo instalado en la agenda que se encontraba el tema. Pero estos debates no se circunscribían solo a los círculos de profesionales, sino que se desarrollan, también, en la opinión pública más general a través de revistas de divulgación médica.

En 1942 la Comisión de Higiene y Asistencia Social del Senado de la Nación constituida por el socialista Alfredo Palacios de la Capital Federal y los radicales Gabriel Oddone, de Córdoba y Rufino Cossio, de Tucumán, elaboraron un proyecto que tomaba como modelo, principalmente, el de Spagenberg. Se retomaba el concepto de “unidad de comando” que remitía tanto a la distribución espacial de los servicios y su organización funcional, sin perjuicio de mantener las autonomías debidamente justificadas de las autoridades locales y de los organismos de beneficencia; como a la vinculación entre atención médica y asistencia social. En efecto, alo largo de la década del 30, la asistencia social se fue desvinculando de su asociación con la idea de caridad y de alivio de situaciones de carencia ya producidas y comenzó a pensarse en relación a los aspectos preventivos, a la profilaxis de la enfermedad con la mejora de las condiciones de vida. En virtud de ello, higiene y asistencia social se descubrieron como dos facetas complementarias y se instó a la unificación de su administración dentro del Estado bajo la órbita de la Dirección de Higiene y Asistencia Social, dependiente de un solo ministerio: el de Interior (Belmartino, Bloch, Camino. & Persello, 1991: 35-44).

Finalmente, el proyecto no llegó a convertirse en ley. La suspensión de las actividades parlamentarias producto del golpe militar del 4 de junio de 1943, o probablemente la falta de consenso legislativo, interrumpió la posibilidad de que el proyecto siguiera su curso. El 18 de junio de 1943 el gobierno militar nombró como presidente del Departamento Nacional de Higiene al coronel médico retirado Eugenio Galli. Especializado en cirugía, socio de la Asociación de Biotipología y Medicina Social y de la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires, posee una amplia trayectoria en la docencia (universidades de La Plata y Buenos Aires y Sanidad Militar del Ejército), la práctica hospitalaria (hospitales Italiano y Militar Central), la gestión pública (director General de Sanidad del Ejército y de Higiene de la Provincia de Buenos Aires) y el periodismo médico (redactor de la Revista del Centro de Estudiantes de Medicina y Círculo Médico Argentino de Buenos Aires). A su vez, compartía inquietudes de los gremialistas nucleados en la Asociación Médica Platense y de la Asociación Médica de Bahía Blanca, en cuyo boletín publicó un artículo, en 1942, haciendo un diagnóstico negativo de las instituciones vinculadas a la sanidad.

Para Galli (1943), la atención sanitaria se encontraba dispersa en la medida que autoridades nacionales, provinciales, comunales, sociedades de beneficencia, mutualistas, deportivas, recreativas, instituciones comerciales, industriales y de profesionales, tenían en sus manos el gobierno de la salud pública y el Estado no cubría la atención total de tales necesidades. En virtud de este panorama, sugería la pronta centralización y coordinación de los servicios de sanidad y de asistencia médico social lo que aseguraría una vigilancia de salud pública; la reglamentación del trabajo para toda persona que actuara en actividades sanitarias; la organización de la estadística sanitaria y la divulgación científica; y personal y recursos permanentes capaces de darle autonomía de función, independizándola de los aportes variables de beneficencia, donaciones.

Si bien el diagnóstico y la propuesta de solución no era en absoluto novedosa, lo que cambió en la coyuntura de 1943 fue la percepción positiva respecto de la capacidad decisoria del Estado Nacional, acrecentada por la instalación del gobierno militar. En efecto, a partir del golpe, un clima de ideas que se venía gestando desde la década precedente, que entendía al Estado como propulsor de condiciones estructurales para el progreso económico, legitimó el despliegue de nuevas capacidades de elaboración de políticas públicas e intervención social de la autoridad estatal. Este fenómeno era acompañado por la creciente centralización de las políticas públicas en el Ejecutivo nacional, tanto en detrimento del resto de los poderes nacionales como de las jurisdicciones provinciales y municipales (Berrotarán, 2003; Campione, 2003).

El 21 de octubre de 1943, el Decreto 12.311, estableció la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social bajo la tutela del Ministerio del Interior. La normativa apuntaba a la unificación y coordinación entre los servicios sanitarios y los asistenciales e intentaba romper con el subsidio estatal a las instituciones particulares. Así, las propuestas de reforma parecían ganar densidad política, ya que se dotaba al poder central de ciertos arreglos institucionales para intervenir en todo el territorio. La Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social pasaba a controlar todos los hospitales de la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales, el Instituto Nacional de Nutrición, la Sociedad de Beneficencia de la Capital Federal, el Registro Nacional de Asistencia Social, la Dirección de Subsidios y todos los organismos médicos que dependían de otros ministerios. En función de respetar el régimen de gobierno federal, quedaban fuera de su jurisdicción los organismos bajo la tutela de las provincias y municipios. Sin embargo, en sus considerandos y articulados se hacía especial referencia a estas jurisdicciones al señalar que era necesaria la coordinación de los servicios nacionales del país.

En suma la tan ansiada “unidad de comando” se plasmaba en el texto de la normativa más en la asociación entre asistencia sanitaria y social que en la capacidad de centralización administrativa de la política sanitaria. La supervisión de la gestión de provincias y municipios por parte de la repartición nacional queda subsumida a la figura de “coordinación”. Más aún, esta ambición centralizadora duró tan sólo diez meses: el 16 de agosto de 1944, por Decreto 21.901, se produjo una nueva división entre los servicios sanitarios y los asistenciales. Mientras los primeros siguieron bajo la órbita de la Dirección Nacional de Salud Pública, los segundos pasaron a depender de la Secretaría de Trabajo y Previsión.

A partir de agosto de 1944, la Dirección Nacional de Salud Pública pasó a entender solamente en lo relativo a la asistencia hospitalaria, la sanidad y la higiene. La justificación en los considerandos del decreto se basaba en que la unificación de salud pública y asistencia social le había provocado a la repartición “una labor heterogénea que lejos de facilitarla origina problemas de difícil solución” y que la salud pública requería de “una importancia tendiente a uniformar el criterio directivo en todo el país en materia de profilaxis y acción curativa”. Por otro lado, que la asistencia social demandaba una atención urgente que estaba contemplada en las finalidades de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (Boletín Oficial, 1-9-1944). Si la justificación respecto de esta separación de funciones fue leída oficialmente como una necesidad de vigorizar a cada una de ellas, es posible pensar, también, en el fortalecimiento de la figura de Juan Domingo Perón dentro de la Secretaría y del capital político que implicaba el gerenciamiento de la asistencia social. De hecho, esta función pasó a depender, desde el 18 de agosto, de la Dirección General de Asistencia Social, creada dentro de la Secretaría expresamente con ese fin y a cargo de Miguel Ángel Mazza, médico personal de Perón (Veronelli & Veronelli Correch, 2004, Tomo II: 460).

De la división de funciones de estas dos reparticiones se desprendía, nuevamente, una dualidad de contralor de las instituciones que pasaron a depender en materia sanitaria de la Dirección y en lo que concernía a asistencia social de la Secretaría. Eugenio Galli reaccionó ante la sanción del decreto y renunció. En su lugar se designó a Manuel Viera, de larga trayectoria en el gremialismo médico. Su designación no supuso discontinuidad doctrinaria, aunque su propuesta tenía un matiz menos centralizante. En noviembre de 1944 se sancionó el decreto 31.589 que reglamentaba el funcionamiento de la Dirección Nacional de Salud Pública. La Asistencia Pública de la Ciudad de Buenos Aires y la Sociedad de Beneficencia de la Capital quedaron sometidas a sus directivas técnicas bajo un régimen relativamente flexible que poco difería del anterior. La única restricción de peso para ambas instituciones residía en la previa aprobación necesaria para fundar nuevos establecimientos o ampliar los existentes (Belmartino, Bloch, Camino. & Persello, 1991: 59). Viera había deslizado, en el discurso de asunción del cargo, una crítica velada a la administración de la Sociedad de Beneficencia, asegurando que desde la Dirección “se contemplará el problema sanitario del país para que la acción llegue en forma amplia y eficiente hasta los más remotos lugares” porque “hay miles de habitantes que sufren y mueren sin haber obtenido una asistencia médica que se prodiga y dispensa gratuitamente en nuestra Capital” a través de la “dilapidación de finanzas públicas en servicios sanitarios de lujo que no persiguen otro fin que satisfacer vanidades personales” (Revista del Círculo Médico del Oeste, 1944, n 149: 18).

Con todo, las sociedades filantrópicas conservaron su autonomía. De hecho, la ausencia en algunas provincias de intervenciones municipales, provinciales o nacionales otorgaron mayor relevancia a las instituciones benéficas. Tal es el caso de San Juan y Catamarca, donde la beneficencia tenía el control absoluto de las camas disponibles; o de Formosa donde controlaba más del 65% de las plazas. El caso de Mendoza es diferente ya que, si bien no había presencia de organismos nacionales, el 88% de las camas disponibles eran administradas por la Dirección de Salubridad de la Provincia. En Córdoba, las sociedades de beneficencia fueron un factor fundamental en la constitución del sistema sanitario, y en Tucumán, los industriales azucareros montaron dispositivos asistenciales con autonomía del poder estatal (Ramacciotti, 2009: 37).

Finalmente, los servicios de asistencia social (medicina preventiva y curativa) se establecieron, por decreto 29.176 del 27 de octubre de 1944, bajo la jurisdicción de la recientemente creada Secretaría de Trabajo y Previsión. Probablemente ese decreto respondía a la inspiración de los dirigentes del gremialismo médico, que en ese momento colaboran activamente con la Secretaría, cuyos objetivos parecían ser dar empleo a una masa médica que se definía como subempleada y una propuesta doctrinaria que veía el futuro de la medicina con una orientación preventiva, de organización colectiva y base social (Belmartino, Bloch, Camino. & Persello, 1991: 60-61).

De todos modos, un año más tarde durante la apertura del I Congreso Nacional de Salud Pública al que concurrieron todas las autoridades provinciales en la materia, Viera manifestó, de forma velada, su disconformidad con la separación de las funciones de asistencia social alegando que no había eficiencia sin “unidad de comando”. La explicitación tardía de su discrepancia puede vincularse con una coyuntura de división de la dirigencia de la Confederación Médica de la República Argentina, entre los gremialistas que apoyaban a Perón en su gestión en la Secretaría y los que se identificaban con el clima de agitación opositora que culminaría el 17 de octubre de 1945 (Belmartino, Bloch, Camino. & Persello, 1991: 59).

Por último, la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y la sanción de su decreto reglamentario de la actividad (31589/44) suponía el diseño de un modelo de relaciones interjurisdiccionales entre la Nación y las provincias un poco mejor definido. Se establecía como esfera de acción de la Dirección todo el territorio de la Nación con el objetivo de promover y preservar la salud de los habitantes del país, asegurando la asistencia médico-social y el tratamiento de las enfermedades. Por otro lado, se formalizaban los acuerdos como estrategia para compatibilizar el ejercicio por parte de las provincias de sus atribuciones en salud pública. Por último, se determinaba que la Nación asignaría una Ayuda Federal para “Obras y Servicios” de las administraciones provinciales, a condición de que éstas se adecuaran a una serie de requisitos como la evaluación del presupuesto, el derecho de inspección y control de la organización del organismo provincial, la concurrencia a la Conferencia Anual de Directores de Salud Pública, el apoyo a la ejecución del Plan Nacional de Sanidad, el aseguro de la estabilidad del personal médico y la organización de un sistema de estadística (Boletín Oficial de la Nación, 7-12-1944)

A pesar de las disposiciones del decreto reglamentario que tendían a establecer mayor control de la autoridad sanitaria nacional sobre las administraciones provinciales, su puesta en práctica distó mucho del texto normativo y dependió de las necesidades locales de ayuda federal. Así por ejemplo, en el caso de la provincia de Córdoba, los funcionarios sanitarios no tuvieron una posición uniforme respecto de las políticas nacionales durante el gobierno militar. En determinados momentos aceptaron las propuestas de colaboración y de ayuda técnica nacional y, en otras, rechazaron todo ofrecimiento de las reparticiones federales, defendiendo su autonomía en la definición y ejecución de las políticas públicas de la jurisdicción. Estas disímiles estrategias fueron el resultado de evaluar cuáles eran las posibilidades de sus recursos materiales y técnicos para satisfacer autónomamente las demandas de atención sanitaria y qué tipo de aportes podían realizar las políticas nacionales a ese esquema provincial fuertemente transformado en las décadas previas que garantizaba recursos, saberes e instrumentos con los cuales dar respuesta a algunas demandas sanitarias (Ortiz Bergia, 2012).

En suma, ante el recorte de las atribuciones de asistencia social por parte Secretaría de Trabajo y Previsión, la Dirección de Salud Pública tuvo que volver a su antigua estrategia: fortalecer discretamente su capacidad de decisión y supervisión frente a la autonomía provincial y de las sociedades benéficas. La novedad pareció estar centrada en la posibilidad de disponer de un mayor presupuesto para que la coordinación de esfuerzos inclinase los platillos de la balanza a favor de su tutela.

Conclusiones

El gerenciamiento monopólico por parte del máximo órgano de poder público sanitario, de la decisión, las funciones, la coacción, los recursos y la designación de agentes, que condujo a la unidad en la ejecución de las leyes y la gestión de los servicios, demandó en la Argentina de un proceso que se desarrolló a lo largo de casi un siglo. Uno de los principales obstáculos que debió afrontar el Departamento Nacional de Higiene fue el régimen federal que, establecido por la Constitución Nacional, le otorgaba a las provincias total autonomía respecto de sus intervenciones sanitarias y dejaba con un margen de discusión muy alto por parte de las mismas la acción de regulación y coordinación de un organismo central. Por otro lado, a pesar de que la administración pública asumía como una invasión a su jurisdicción el accionar de organismos de la esfera privada en la provisión de servicios de salud, su falta de recursos materiales y técnicos para hacerle frente la obligaron a aceptar las prestaciones de estas instituciones. Además, en un contexto de expansión de las esferas de intervención del Estado, la constante creación de reparticiones o la reformulación de las ya existentes provocaban superposiciones jurisdiccionales que conspiraban contra las intenciones de centralización.

De todos modos, la ampliación de atribuciones del Departamento Nacional de Higiene en aspectos novedosos de la política sanitaria, fue generando una suerte de legitimidad científica y administrativa de la repartición que se constituyeron como indispensables, una década más tarde, para centralizar su acción por sobre la de las provincias y las organizaciones civiles de asistencia. Por otro lado, también fueron fundamentales en este proceso el apoyo brindado por los legisladores a través de la presentación de proyectos parlamentarios, que no llegaron a convertirse en ley pero que situaron en el debate público la racionalidad de la centralización administrativa y, conforme avanzó la década del treinta, la necesidad de la “unidad de comando” de la asistencia sanitaria y la social.

En este sentido hemos analizado las discusiones en torno al proyecto de ley sobre la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social presentado en 1942 por el presidente del Departamento Nacional de Higiene, Juan Jacobo Spangenberg, que a pesar de no llegar a convertirse en ley, inspiró el decreto 12.311, que estableció la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social bajo la tutela del Ministerio del Interior en octubre de 1943. A pesar de su espíritu centralizador, la normativa hizo efectiva la tan ansiada “unidad de comando” más en la asociación entre asistencia sanitaria y social que en la capacidad de centralización administrativa de la política sanitaria. La supervisión de la gestión de provincias y municipios por parte de la repartición nacional quedaba subsumida a la figura de “coordinación”. Este parecía ser el resultado posible del pacto funcional entre los tres niveles de gobierno. Probablemente, ambas esferas tuvieron que ceder en la negociación en función de la disponibilidad de recursos materiales a ser distribuidos.

Esta ambición centralizadora duró tan sólo diez meses cuando un nuevo decreto retuvo los servicios sanitarios en la Dirección Nacional de Salud Pública y desplazó los de asistencia social a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Si la justificación respecto de esta separación de funciones fue leída oficialmente como una necesidad de vigorizar a cada una de ellas, es posible pensar, también, en el fortalecimiento de la figura de Perón dentro de la Secretaría y del capital político que implicaba el gerenciamiento de la asistencia social. Proyecto apoyado, en un primer momento, por gran parte del gremialismo médico que canalizó sus esperanzas de llevar a buen puerto sus aspiraciones de un estatuto gremial a través de su alianza con el secretario de Trabajo y Previsión Social.

A las seculares interferencias interinstitucionales, del gobierno central y los gobiernos provinciales y de la esfera pública y la esfera privada de administración de la asistencia sanitaria, se le sumaron, en la coyuntura de 1944, interferencias de orden político, que tuvieron un peso decisivo a la hora de construir la plataforma de apoyo de la construcción de la futura política sanitaria del primer peronismo.

En suma, la sustanciación de los pactos de gobernabilidad y funcional pero, principalmente, del distributivo, generaron intensos conflictos a lo largo de un siglo que fueron resueltos, recién, durante los años del primer peronismo. En efecto, la alianza de clases en el Estado entre la burguesía industrial y el movimiento obrero, sostenida por la profundización del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, permitió la aplicación de políticas redistributivas y de ampliación de derechos sociales. La reorganización del Estado a través de nuevos intentos de fortalecimiento de su administración federal y de racionalización de su burocracia, en la cual la estructura administrativa sanitaria se vio comprometida, respondió a un nuevo pacto de gobernabilidad.

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Recibido: 30/10/2015
Aceptado: 28/08/2016
Publicado: 15/09/2016

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