Trabajos y Comunicaciones, 2da. Época, Nº57, e179, enero - junio 2023. ISSN 2346-8971
Universidad Nacional de La Plata - Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Historia.

Dosier: Los obispos y el gobierno de las parroquias
en el mundo hispanoamericano colonial

Construyendo un arzobispado. La mitra y la organización de las parroquias en México, 1554-1572

Rodolfo Aguirre Salvador

Universidad Nacional Autónoma de México, México
Cita sugerida: Aguirre Salvador, R. (2023). Construyendo un arzobispado. La mitra y la organización de las parroquias en México, 1554-1572. Trabajos y Comunicaciones, 57, e179. https://doi.org/10.24215/23468971e179

Resumen: Este trabajo analiza las problemáticas de las parroquias y las instancias de gobierno de la mitra para consolidarlas y mantenerlas sujetas a su gobierno, en el periodo inicial del arzobispado de México. Mediante un análisis contextual de informes de curas de los años 1569-1570 y de los escritos del arzobispo Alonso de Montúfar, básicamente, se advierten los obstáculos para dotar a las nacientes parroquias de una organización eficiente. No obstante, Montúfar se empeñó en establecer instancias de supervisión y justicia, buscando la consolidación de las parroquias, en medio de las disputas con los frailes y la vigilancia creciente de la Corona en todos los asuntos eclesiásticos del nuevo mundo. Finalmente, se exponen los esfuerzos por convertir a las parroquias en beneficios eclesiásticos permanentes.

Palabras clave: Arzobispado de México, Parroquias, Gobierno episcopal, Siglo XVI, Alonso de Montúfar.

Building an archbishopric. The miter and the organization of parishes in Mexico, 1554-1572

Abstract: This work analyzes the problems of the parishes and the instances of government of the miter to consolidate them and keep them subject to their government, in the initial period of the archbishopric of Mexico. Through a contextual analysis of reports of priests from the years 1569-1570 and the writings of Archbishop Alonso de Montúfar, basically, the obstacles to providing the nascent parishes with an efficient organization are noted. However, Montúfar insisted on establishing instances of supervision and justice, seeking the consolidation of the parishes, in the midst of disputes and the growing vigilance of the Crown in all affairs of the new world. Finally, the efforts to turn parishes into permanent ecclesiastical benefices are exposed.

Keywords: Archbishopric of Mexico, Parishes, Episcopal , Episcopal government, XVI century, Alonso de Montúfar.

En la década de 1740 José del Campillo y Cosío, secretario de Hacienda y de Indias de Felipe V, describió a los obispados de América como jurisdicciones gigantescas que no era posible gobernar eficazmente por un solo prelado. Para solucionar esto, el alto ministro propuso al rey que las diócesis fueran menos extensas, dividiendo las existentes (Campillo, 1993, p. 95). De esta forma, el ministro llamó la atención sobre una de las problemáticas históricas de las diócesis hispanoamericanas: su gran magnitud territorial y las dificultades de los obispos para conocerlos, gobernarlos y lograr una aplicación uniforme de las normas conciliares y del real patronato que se dictaron desde el siglo XVI. Un estudio reciente sobre el obispado de Córdoba del Tucumán en el siglo XVIII ha insistido sobre esas características. (Mazzoni, 2019, p. 22) Respecto a las diócesis novohispanas se ha insistido en los obstáculos que tenían los obispos para gobernarlos, tanto en investigaciones antiguas como recientes (Cuevas, 1921 y 1922; Lopetegui y Zubillaga, 1965; Carrillo, 2011; León, 1997; Álvarez, 2011; Aguirre, 2017). Respecto a la cuestión parroquial fueron problemas recurrentes la búsqueda permanente de curas idóneos, de obediencia de los fieles a los preceptos eclesiásticos, de una dotación económica suficiente, de un culto religioso según la norma conciliar y los cánones, o bien, los conflictos entre fieles y ministros (Taylor, 1999; Lundberg, 2011; Cano, 2017). La tónica ha sido estudiar estas problemáticas como parte de las trayectorias eclesiásticas de los obispos y los retos que enfrentaron en sus gestiones.

Si bien siguen siendo útiles este tipo de estudios, es necesario enfocarse también en las redes parroquiales, visualizarlas como un objeto de estudio central que se justifica por haber sido las jurisdicciones eclesiásticas básicas en donde se concretaban, o no, las disposiciones episcopales. En obras recientes sobre Hispanoamérica se ha insistido en esta óptica y en la pertinencia de ahondar en el conocimiento de los medios empleados por las autoridades eclesiásticas para resolver los problemas de las parroquias (Moriconi, 2016 y 2017; Barral, 2004 y 2015; Aguirre, 2012; Medina, 2022). El asunto de las visitas pastorales ha venido teniendo cada vez más estudios, en ese sentido (Guibovich y Wuffarden, 2008; Zaballa, 2011; Aguirre, 2016).

En este sentido, el presente trabajo analiza la cuestión parroquial en un periodo temprano del arzobispado de México1: el mandato de su segundo prelado, fray Alonso de Montúfar, entre 1554 y 1572, caracterizado por la conformación de la primera red de parroquias que sentó las bases para la posterior instauración de los beneficios curados, según la real cédula del patronato de 15742. Esa primera red fue una etapa de transición entre el pequeño conjunto de curatos dispersos, creados entre 1524 y 1550, y la instauración de los beneficios curados a partir de 1574, que después serían mejor definidos en sus funciones en el tercer concilio provincial mexicano de 1585.

El obispado de México fue creado en 1530 y en 1548 se convirtió en arzobispado. Aunque fray Alonso de Montúfar fue el segundo arzobispo, le correspondió establecer una estructura parroquial con presencia en las principales provincias del territorio arzobispal. Contando con un corto número de clérigos, el apoyo de otros obispos, que tenían el mismo objetivo, y los decretos del primer concilio provincial en 1555, este jerarca se dispuso a crear el mayor número posible de curatos de indios, aun a costa de enfrentar a las poderosas órdenes religiosas, cuya red de doctrinas3 atendía la administración espiritual de la mayoría de los indios del centro de Nueva España. En esos años todo estaba por hacerse en cuanto a la institucionalización de los curatos seculares, su organización interna y el establecimiento de instancias episcopales para supervisarlos. Los curas nombrados por Montúfar debieron ordenar lo mejor posible sus partidos y dar un mínimo de resultados, en un contexto de confrontación con las órdenes religiosas que administraban las doctrinas de indios e imponían su modelo, sin sujetarse a la autoridad arzobispal (Morales, 2010).

En las páginas que siguen se analizan las problemáticas de las parroquias a las que se enfrentaron los curas así como las instancias tempranas de gobierno y supervisión de la mitra4 de México para consolidar la red parroquial y mantenerla sujeta a su gobierno. Si bien es cierto que las fuentes principales de esta investigación son de origen eclesiástico, también se consultó documentación de los virreyes y de la Corona, que son las disponibles para la problemática y el periodo estudiado, con lo cual se ha logrado un equilibrio. De esa forma, se muestra la alianza del arzobispo Montúfar y los curas de su jurisdicción para lograr de la Corona la conversión de sus curatos en beneficios eclesiásticos vitalicios, bajo la justificante de ser otra vía para mejorar la conversión cristiana de los indios. El objetivo es destacar los dispositivos de gobierno practicados en las parroquias, en una etapa temprana del siglo XVI, que sirvieron de ensayos y toma de experiencia para futuros gobiernos episcopales de Nueva España.

Creación de una red de parroquias en un contexto de confrontación con las órdenes religiosas

Del proyecto de Iglesia arzobispal, por un lado, y del impulsado por las órdenes franciscana, dominica y agustina se desprendieron conjuntos de parroquias y doctrinas de indios, respectivamente, que progresaron a diferente ritmo, de acuerdo a las condiciones políticas, sociales, poblacionales y económicas que cada sector enfrentó. Pero no bastaba con fundar las parroquias pues también debían ser dotadas de organización, de recursos y de autoridad para cumplir con su papel. En todo esto el desarrollo fue desigual. Las primeras parroquias del arzobispado, en la era de fray Juan de Zumárraga (1527-1548), carecieron de la magnitud de las grandes doctrinas de frailes y, más que constituir el inicio de un proyecto de gran envergadura, significaron una muy discreta participación en las grandes tareas de evangelización (Aguirre, 2021).

Al gobierno episcopal conciliador de Zumárraga con los frailes siguió otro de confrontación: el de fray Alonso de Montúfar, quien no se conformó con gobernar solo algunas parroquias dispersas en el gran territorio arzobispal y, en consecuencia, reclamó el derecho de su Iglesia para administrar espiritualmente a toda la población. Este prelado proyectó una Iglesia con más presencia en la población indígena, instituciones y recursos para convertirla en cabeza de ambos cleros. Pero era un objetivo difícil de cumplir. Si en el papel los obispos debían ser la autoridad superior de todos los fieles de su jurisdicción, en la práctica no era así pues las doctrinas de los frailes eran independientes gracias a los privilegios papales que detentaban (Morales, 2010, pp. 13-32). Sin embargo, esto no detuvo a Montúfar y se propuso fortalecer la Iglesia arzobispal creando más de 40 parroquias (García, 1976; Vetancurt, 1982, p. 29), impulsando el culto a la virgen de Guadalupe encabezado por el clero secular (Wobeser, 2020, pp. 61-76), formando un clero local (González, 2005, p. 101) y encabezando la realización de dos concilios provinciales que reafirmaron la superioridad de los obispos en Nueva España (Pérez, González y Aguirre, 2004).

La cuestión parroquial estuvo en el centro de esta etapa transicional de la Iglesia novohispana y generó diversas discusiones y enfrentamientos entre clérigos y frailes por ampliar sus centros de evangelización, mismas que desembocaron en una mayor presencia arzobispal entre los indios, coto casi exclusivo hasta entonces de las órdenes religiosas, acostumbradas al trato tolerante del arzobispo anterior. Esto reflejó el gran interés de la mitra por participar de la empresa evangelizadora, bandera de la Corona española ante el mundo. Aunque los frailes siguieron administrando los principales poblados, antiguos señoríos indígenas importantes, como México, Texcoco, Toluca o Xochimilco, las decenas de miles de indios que pasaron a la administración de los clérigos cambiaron sustancialmente la proporción entre doctrinas y parroquias, hecho que, aunque los frailes minimizaron, inició una nueva etapa en el régimen parroquial del arzobispado. En 1697, por ejemplo, el cronista franciscano Agustín de Vetancurt evitó dar explicaciones sobre el gran enfrentamiento de Montúfar con los frailes, declarando simplemente que su orden religiosa le cedieron 40 iglesias “[...] de que se hicieron los beneficios [...]” (Vetancurt, 1982, p. 26). En esa transición fue crucial el papel de Felipe II y el Consejo de Indias. Aunque en España ya se discutía en la década de 1560 los nuevos alcances del real patronato en la Iglesia indiana, que incluía la fundación de beneficios curados bajo el real patronato, Felipe II aún permitió a Montúfar crear curatos a discreción, nombrar curas temporales y tener la autoridad necesaria sobre los encomenderos y los indios para que obedecieran esos nombramientos. Montúfar consiguió fundar 44 curatos, de los cuales 40 fueron de indios, con la anuencia de la Corona, para compensar la gran presencia de las doctrinas y limitar el expansionismo de éstas en el centro de Nueva España. Con ellos, Montúfar involucró por completo a los clérigos seculares en el gran proceso de evangelización en curso, tanto en regiones periféricas, desdeñadas por los religiosos, como en el altiplano central.

Mapa 1: Curatos seculares creados por el arzobispo Montúfar
Mapa  1:
Fuentes: elaboración propia a partir de información de García (1976), Vetancurt (1982) y un mapa de Gerhard (1986)

La ampliación de la red parroquial en los pueblos de indios fue muy importante para la Iglesia arzobispal de México pues con ello quiso mostrar a las autoridades y a la sociedad que el clero secular también tenía la capacidad de administrarlos, como lo hacían los frailes. Para Montúfar fue importante “conquistar” espiritualmente diferentes zonas de su jurisdicción inicialmente dominadas por los frailes, quienes impedían la labor pastoral del clero secular. Un claro ejemplo de esto sucedió al sur del arzobispado de México, cuando Montúfar nombró como vicario de Zacatepec y Tlalquiltenango a Juan de Ayllón. Sin embargo, los franciscanos lo maltrataron y echaron de las poblaciones, alegando que solo ellos podían administrar a los indios y no un vicario puesto por el arzobispo. El clérigo tuvo que regresar a la ciudad de México ante la imposibilidad de permanecer en su nombramiento. Aunque Montúfar pidió al rey y al virrey que su vicario pudiera regresar a los pueblos, no fue posible ya. (García, 1907, pp. 126-127)

Igualmente, fue vital crear párrocos dependientes totalmente del palacio arzobispal, fortaleciendo su autoridad para no ser sólo un obispo “de anillo”; es decir, sin autoridad ni presencia en la población.

La necesidad política de curatos amplios, aunque heterogéneos

Varios aspectos de la vida parroquial novohispana estaban aún por definirse, de acuerdo a las normas conciliares, del real patronato pero también a las características de la nueva sociedad que surgía en Nueva España. En tanto eso ocurría, el arzobispo de México las estructuró empleando los escasos clérigos y recursos materiales a su alcance. Lo más importante para Montúfar fue ampliar lo más posible la base parroquial de la Iglesia arzobispal, quedando en un lugar secundario si había o no la capacidad de atenderlos eficazmente. Esta primacía de la política, por un lado, y la falta de recursos humanos y económicos, por el otro, ayudan a entender por qué los curatos mercenarios5 creados abarcaron amplias poblaciones de fieles, dispersos en grandes territorios y difíciles de administrar espiritualmente.

Gracias a los informes de 1569-1570, que el arzobispo Montúfar pidió a los curas mercenarios sobre la situación que guardaban las jurisdicciones a su cargo, atendiendo a una orden del Consejo de Indias (García, 1976), contamos con información valiosa sobre sus magnitudes y características. Frente a las grandes doctrinas de frailes del altiplano central, como Texcoco, Tlalmanalco, Cuernavaca, Tacuba o Cuautitlán, la mitra reunió a varias cabeceras políticas de indios bajo el cuidado de un cura o vicario, estableciendo distritos que comprendieron cientos o, incluso, miles de fieles, como sucedía con las primeras. Igualmente, el arzobispo anexó a las nuevas cabeceras parroquiales conjuntos de pequeños poblados sujetos, los cuales, aunque políticamente fueran independientes entre sí, fueron vinculados espiritualmente.

Cuadro 1: Población de indios y número de poblados por parroquia, arzobispado de México, 1569-1570
a) Región Tula-Pachuca
Población de indios y número de poblados por parroquia,  arzobispado de México, 1569-1570. a) Región Tula-Pachuca

b) Valle de Toluca y Xxilotepec
b) Valle de Toluca y Xxilotepec

c) Valle de México
c) Valle de México

d) Ciudad de México
d) Ciudad
de México

e) Regiones mineras
e) Regiones mineras

f) Tierra caliente del sur
f) Tierra caliente del
sur
Fuente: García (1976). Abreviaturas: c: fieles que confiesan ante el cura t: tributarios

El modelo de cabeceras-sujetos que se instauró por los virreyes para la organización política de los indios, inspirado en los antiguos señoríos prehispánicos, sirvió también para estructurar a las parroquias (Gibson, 1989, p. 168). Esto fue un acierto porque permitió vincular sin mucha dificultad a múltiples caseríos de indios dispersos a una sede parroquial y a un cura, sin importar que en cada curato pudieran hablarse diferentes lenguas ni que hubiera escasez de sacerdotes. Fue decisión del arzobispo Montúfar formar tales conglomerados sociales heterogéneos, política y lingüísticamente, para constituir las parroquias, con tal de ganar territorios para la Iglesia secular, haciendo caso omiso de lo estipulado en Trento sobre hacer guardar una proporcionalidad razonable entre curas y número de fieles, así como la orden de Felipe II de formar parroquias de no más de 400 indios (Aguirre, 2020, pp. 4-6).

Según la información del cuadro anterior, es posible advertir varias características singulares de esas primeras parroquias. En primer lugar, que no hubo un criterio de homogeneidad poblacional, como lo disponían los cánones, pues el número de fieles6 era muy variable entre unos y otros partidos. En comparación con lo efectuado por el virrey Francisco de Toledo en Perú, en donde se hizo una distribución uniforme de indios por parroquia (Coello, 2005, pp. 1507-1519), en el arzobispado de México el número de integrantes de cada feligresía dependió del tamaño de las cabeceras y sus sujetos que se unían para formar una parroquia; es decir, se unían conjuntos de poblaciones sujetas a un gobierno indígena. El curato de Atitalaquia, por ejemplo, comprendía las cabeceras políticas de Atotonilco y Tlemaco y había alrededor de 10,000 confesantes: una gran feligresía sin duda. Tasmalaca tenía 4605, Xalatlaco 3370, Zacualpa de Indios 400 o Mizquiahuala 1579. Todo indica que el criterio fue conjuntar una o más cabeceras o sedes políticas, y sus respectivos pueblos sujetos, para conformar una parroquia, sin reparar en el número global de habitantes o familias tributarias. La iglesia parroquial se estableció en la cabecera más importante de cada conjunto, tal y como lo habían hecho antes los frailes en las doctrinas. El resultado fue la disparidad en el número de fieles a administrar: 10,000 en Atitalaquia, o bien, 550 en Churubusco. Esto ocasionó desigualdad en la administración espiritual, por supuesto.

En 29 parroquias de indios había, aproximadamente, 58500 tributarios, un promedio de 2017 por partido. En comparación, en 29 doctrinas franciscanas de esa época, asentadas en el territorio arzobispal, había 89,600; es decir, un promedio de 3089 por partido7. Sin duda, los frailes atendían a mayores contingentes de indios, pero los curas del arzobispado también administraban a grupos considerables. Feligresías numerosas atendidas por curas con pocos o nulos ayudantes y que desconocían muchas veces las lenguas nativas. De hecho, varios clérigos confesaron ignorar la dimensión espacial y demográfica de sus jurisdicciones; conocían las cabeceras pero no tenían idea sobre los pueblos de visita; sabían quizá como se llamaban, pero eran incapaces de decir algo más que el número de indios que tributaban y eso gracias a los padrones de tributarios que las autoridades virreinales elaboraban desde, al menos, mediados del siglo XVI (Miranda, 1980, pp. 22-23).

Las características de estos curatos obedecieron más a criterios políticos que a principios canónicos de delimitación; es decir, a la mitra le interesó más establecer curatos grandes de indios, con tal de ampliar su autoridad y frenar el avance de las doctrinas de los frailes, que fundarlos según las disposiciones conciliares. Así, para el arzobispo de Montúfar era más importante por entonces ampliar el número de parroquias que avanzar en una mejor administración espiritual, aspecto que avanzaba lentamente.

Problemáticas de la administración espiritual

Las características de las parroquias antes descritas ocasionaron problemas cotidianos en su administración espiritual, a lo que hay que agregar la provisionalidad de los nombramientos de los curas y su inconformidad por lo que consideraban bajos ingresos por su desempeño pastoral. A la rapidez con la que la mitra las fundó no correspondió la parsimonia con que se avanzó en su estructuración interna, por diferentes factores adversos. En primer lugar, la carencia de sacerdotes competentes y suficientes en número (Cartas de Indias, 1877, p. 300); en segundo, la insuficiente identificación de los fieles con las nuevas iglesias parroquiales, debido, no solo a su gran cantidad sino, sobre todo, a la heterogeneidad de lenguas, organización política y rasgos culturales. En tercero, la incertidumbre de los ingresos parroquiales que desmotivaban a los curas. En cuarto, la presión de los frailes para impedir la consolidación de los nuevos curatos (Puga, 1563, p. 193). En quinto, las disputas por el trabajo de los indios y su tiempo para cumplir con las obligaciones parroquiales (Encinas, 2018, pp. 264-265). En sexto, el problema de la dispersión habitacional de los indios y la falta de una política general para congregarlos (Mendieta, 2002, tomo II, p. 176). Y, en séptimo, la confrontación de varios curas con otros poderes locales, como los caciques, los gobernadores, los cabildos indígenas, los encomenderos, los alcaldes mayores y los corregidores. Esas deficiencias y obstáculos no fueron suficientemente solventadas durante el mandato de Montúfar, quien privilegió la permanencia de los curatos, instrumentos clave del proceso de consolidación de la Iglesia arzobispal, así como frenar una expansión paralela de doctrinas de los frailes en el corazón de Nueva España. Expansión provocada por el mismo arzobispo, al retar el poder de los frailes.

Respecto a los cuadros clericales, a tres décadas de la conquista de México, aún se carecía de un cuerpo de sacerdotes preparado y con experiencia para la evangelización. Con esta realidad topó Montúfar al arribar a su jurisdicción, lo cual no lo detuvo y sobre la marcha ordenó a diversos sujetos como sacerdotes con tal de tener curas suficientes. Sin experiencia en la administración espiritual de indios, la mayoría de esos curas asalariados debieron aprender en la práctica diaria cómo realizar su labor pastoral, pero no fue fácil de hacer. De ahí que los curas renunciaban frecuentemente y ocasionaba una tolerancia a la precaria organización interna, no obstante las repetidas críticas a las parroquias por no estar organizadas y dotadas, en términos generales, como las doctrinas de frailes.

El desempeño de los clérigos como curas de indios tuvo como referente la experiencia previa de los frailes doctrineros, quienes fueron la vanguardia de la evangelización en el siglo XVI: sus conceptos, sus instrumentos, su organización y sus métodos para la conversión de los indios (Ricard, 2005, pp. 164-319). Lo que lograron innovar, impulsar y cambiar en las tres primeras décadas después de la conquista de la capital mexica marcó indudablemente un camino que la Iglesia diocesana y sus curas no ignoraron. Una opción de los curas seculares, para paliar su falta de experiencia, fue imitar las formas de trabajo y organización de los frailes, si bien esto no fue admitido públicamente por la mitra o los clérigos, dado el enfrentamiento político entre ambos cleros. Más allá de las críticas que normalmente vertió el clero secular sobre las doctrinas de los religiosos, por su régimen de exenciones y por el manejo de los recursos materiales y humanos proporcionados por los indios, este mismo modelo sirvió de base a los curas diocesanos para ordenar sus parroquias (García, 1976).

Una de las problemáticas más señaladas por los curas fue la dispersión habitacional de los fieles en múltiples estancias y caseríos. Los pueblos de indios concentrados alrededor de una plaza central y una iglesia apenas se iniciaban. Si bien en la década de 1550 se hicieron congregaciones por los frailes y el virrey Luis de Velasco, las mismas fueron parciales y varias de ellas se deshicieron poco después (De la Torre, 2018, 13). Esta problemática fue señalada por varios curas, como el de Tlachichilpa, en el valle de Toluca, quien pidió a las autoridades congregar a los indios de su partido (García, 1976, p. 157); o como el de Tepozotlán, quien solicitó reunir a los habitantes de los pequeños caseríos alrededor de ermitas, en poblaciones mayores (García, 1976, p. 84). La descripción sobre Hueypoxtla es válida para el resto de las parroquias con esa característica:

[...] no están congregados adonde tienen su iglesia sino cien casas, poco más o menos, porque todos los demás están a tres millas e a dos y a una de la iglesia, todos derramados a donde tienen sus tierras de labor y magueyes, a donde se hacen muchas borracheras y ofensas contra Dios nuestro señor y en gran cargo de sus conciencias, y son muy trabajosos de recoger para que vengan a la iglesia y no quieren traer los niños para que aprendan la doctrina. Todo lo cual se remediaría si estuviesen juntos a su iglesia. (García, 1976, p. 89)

Esa dispersión residencial provocaba serias dificultades para la atención espiritual de las múltiples estancias alejadas de las cabeceras. Los curas se veían rebasados para controlar el uso discrecional o extra eclesiástico de ermitas y capillas, por los indios. El cura de Xalatlaco y Coatepec explicó que todos los pueblos sujetos de su parroquia tenían “[...] sus iglesias, en cada estancia una, fundada por los naturales con licencia del prelado ordinario, a las cuales se juntan los niños de la tal estancia cada día a deprender la doctrina [...]” (García, 1976, p. 118) En 1569 el cura de Texcaltitlán explicaba la singular existencia de la iglesia en la estancia de Los Reyes:

[…] no tienen indios ningunos más que los mismos indios de San Andrés; hicieron a dos tiros de arcabuz, en una cabaña, esta iglesia y cuatro casas alrededor y sembraron alrededor de las casas e iglesia una sementera de maíz porque aquellas tierras no las pidan los españoles por baldías. Esta ermita y todas las otras arriba referidas los indios las edificaron de su autoridad. (García, 1976, p. 217)

San Martín, otra estancia sujeta del mismo curato, tenía el mismo fin para los indios: “Esta iglesia y estancia cada año la mudan por una sabana grande, arriba y abajo y hacen la iglesia y casas de su motivo, porque los españoles no la pidan por baldía.” (García, 1976, p. 218) Esos márgenes de libertad en las estancias fue denunciada también en 1570 por el cura del real de Ixmiquilpan, quien señaló la preferencia de indios por vivir, más que en la cabecera parroquial, en poblados más pequeños y alejados (García, 1976, p. 47). El cura de Tizayuca señaló que anteriormente algunos indios mandones llegaron con personas a poblar en algunos sitios y también levantaron iglesias (García, 1976, p. 65). El ministro de Tepozotlán, antigua visita de la doctrina franciscana de Cuautitlán y en donde se habían construido varias ermitas, señaló el papel disgregante de éstas: “Podríanse derribar algunas de estas ermitas y que la gente de ella se congregase a las estancias principales, porque cada año que se hace alguna fiesta de estas ermitas se echan derramas excesivas entre los naturales [...]” (García, 1976, p. 84). Por ello no debe extrañar que varios clérigos propusieran a Montúfar otra campaña de destrucción de templos, ya no prehispánicos, sino cristianos, recordando lo que habían hecho los frailes en las décadas de 1520 y 1530.

Respecto a la dotación de curas, Alonso Martínez de Zayas, cura de Teotenango, propuso que la mitra nombrara dos clérigos por partido, uno fijo en la cabecera y el otro visitando, como sucedía en las doctrinas, con suficiente congrua, pagada también por encomenderos (García, 1976, p. 166), algo con pocas posibilidades de realizarse. Buscando compensar la falta de ministros, los curas tuvieron autorización para nombrar alguaciles, fiscales, diputados o mandones indios en cada cabecera, sujeto, barrios o estancia, para apoyar la administración espiritual, como lo hacían los frailes.

La relación de las parroquias con los encomenderos fue otro problema pues los curas disputaban con ellos el poder local y trataban de limitar los excesivos trabajos y tributos que los primeros exigían a los indios. El cura de Huizuco, por ejemplo, acusó al encomendero de los pueblos de su parroquia de provocar pleitos entre los indios, lo cual obstaculizaba su asistencia a sus obligaciones parroquiales (García, 1976, p. 81). Por su parte, los párrocos de Tasmalaca y de Acamalutla culparon a los encomenderos de no apoyar la evangelización de los nativos (García, 1976, p. 110). En el mismo tenor, el cura de Atlapulco pidió a la mitra ordenar a los encomenderos dieran más dinero para el ornamentos de las iglesias y el culto. En tanto, el párroco de Xalatlaco pedía que se les prohibiera vivir entre los indios para evitarles más vejaciones y faltas de respeto a los sacerdotes. Igualmente, el cura de Chiapa denunció que los encomenderos persuadían a los indios para expulsar a los sacerdotes de los pueblos.

Otro poder de reciente creación y que se vinculó estrechamente con el devenir de las parroquias fue el de los cabildos de indios (Jalpa, 2008; Santiago, 2020; Fernández y García, 2006). Como nuevas entidades de gobierno local y responsables del adoctrinamiento cristiano de sus gobernados, los cabildos estuvieron en contacto estrecho con los curas y los vicarios, si bien no siempre en buenos términos. El cura de Tizayuca declaró que los gobernadores e indios principales abusaban de los indios de las estancias con el pretexto de las fiestas religiosas:

[…] cuando se celebra una fiesta en alguna estancia y como allí no hay comunidad todo lo necesario para ella lo piden y echan por cabezas lo que han de comer y beber los principales de su pueblo y los convidados de fuera y envían a los maceguales a las tierras calientes por flores y yerbas y otras cosas y ellos lo dan y trabajan y van a su costa y sin género de paga y aun no gozan de comer ni ver la fiesta [...] y lo cumplen mejor que si fuera precepto divino.8

En Tequisquiac, el cura acusó a los indios capitulares de exigir arbitrariamente dinero, mantas, aves, cacao, maíz y otras cosas a los habitantes, mientras que el ministro de Huizuco los acusó de impartir justicia de forma sumaria y discrecional, debido a su ignorancia de las leyes (García, 1976, p. 81). Por su lado, el cura de Xalatlaco pidió terminar con los abusos de los indios principales a los vecinos sobre trabajo, recaudaciones extraordinarias de dinero y tributos excesivos, y detener los abusos de los gobernadores y oficiales indios, pues escondían vecinos para quedarse con sus tributos (García, 1976, p. 120). En el real minero de Zacualpa su cura pidió incluso desaparecer el cargo de gobernador, por los excesos cometidos, y dejar solo alcaldes. En tanto, el párroco de Xiquipilco fue quizá el único que se expresó positivamente de los indios de república.

Un obstáculo más para la administración espiritual fue el desconocimiento de las lenguas indígenas. Varios curas reconocieron que las desconocían por lo cual no tenían una buena comunicación con los fieles ni podían administrarles sacramentos. Algunos expresaron que sí les hablaban en sus idiomas (García, 1976, p. 120), pero podemos dudar que fuera algo resuelto por los ministros, como el de Pachuca, quien aceptó que no había quien confesara en otomí y otro idioma de chichimecos y que por tanto sus hablantes se quedaban sin atención. Sugería nombrar otro párroco experto en otomí pues la mayoría de indios era de esa nación. La misma dificultad se daba en los curatos vecinos del real de Arriba y real del Monte. Finalmente, un asunto recurrente en los informes de los curas que se vienen citando fue el de la economía parroquial y su propio sustento, rubro por demás sensible y centro de acalorados debates, tanto al seno de la Iglesia como en otras autoridades virreinales.

El incierto sustento de los curas y sus consecuencias

La inseguridad de rentas e ingresos para las parroquias fue un factor crucial que frenaba su consolidación, empujando a varios sacerdotes a buscar recursos extra eclesiásticos en sus partidos, buscando una compensación. La solución nunca se consiguió en el periodo estudiado, a pesar de los esfuerzos hechos. En 1553 la Corona aceptó pagar un salario de la real hacienda a los curas de los pueblos que tributaban a la Corona y para ello se pidió a los obispos darles una certificación sobre haber cumplido con esa labor (Encinas, 2018, lib. I, p. 108). Pero había problemas también para hacer efectivos esos pagos, tanto por los mecanismos para hacerles llegar su salario como por la desconfianza de los oficiales reales hacia los sacerdotes. En 1571, el obispo de Michoacán informó al rey que los 200 pesos de salario a los vicarios de indios, el virrey los estaba reduciendo a 150, y que además tenían que ir hasta México a cobrarlos, causando muchas molestias. Por ello, el prelado pidió que se les pagara en las parroquias. El rey sólo contestó que proveería lo conveniente (Encinas, 2018, lib. I, p. 108).

Sobre los pueblos que tributaban a encomenderos, la Corona reafirmó en 1554 que éstos debían sustentar a los curas de sus tributarios, o bien, restituir parte de los tributos recibidos. El rey también ordenó a la real audiencia averiguar si cumplían o no, pues en este caso podría quitarles la encomienda y los tributos (Encinas, 2018, lib. I, pp. 245-246). No obstante, aún no conocemos de algún encomendero castigado por ello. Es posible que Montúfar recordara lo mismo a los de su arzobispado. Según los informes de los curas, varios eran pagados por los encomenderos, personajes que seguían siendo importantes en el naciente régimen parroquial (García, 1976).

En la década de 1560 ya era evidente la diferencia entre la dotación de las doctrinas de los frailes y los curatos seculares: las primeras tenían bienes, tierras y limosnas mientras que los segundos debieron atenerse al salario de la Corona o al del encomendero. Como consecuencia de una grave epidemia de 1546, los dominicos y los agustinos pidieron que debía permitirse que sus conventos se hicieran de bienes y tierras para no depender de los indios ni de la real hacienda. El argumento fue lo suficientemente convincente para que la Corona se los permitiera (Mazín, 2010, pp. 171-165). Pero no sucedía lo mismo con las parroquias, pues prácticamente ninguna tenía bienes o dotaciones propias. La mayoría de los curas coincidió en que no tenían un ingreso suficiente ni capellanías de misas. Además, ninguno expresó recibir derechos u obvenciones parroquiales; solo algunos declararon que recibían alguna comida de los fieles. En las minas de Pachuca los curas eran más afortunados pues el salario de los tres ahí presentes era pagado por los mineros y repartido por el teniente de justicia nombrado en México.

Otro rezago que se presentaba en los curatos del arzobispado era el establecimiento de las cajas de comunidad, en donde se resguardaban recursos para sus gastos, entre ellos los del culto religioso y sus iglesias. Estas cajas fueron instauradas en buena parte de las doctrinas de los frailes, quienes las controlaban para la fábrica de los conventos, su ornamentación, sus alimentos y las celebraciones religiosas (Encinas, 2018, pp. 326-327; Rubial, 1989, pp. 185-186). Al parecer, solo hasta principios del siglo XVII los curas seculares también se valieron de los recursos de las cajas, como pudo hacerlo Francisco Gudiño en Oapan, al sur de la ciudad de México (AGNM, Bienes Nacionales, leg. 443, exp. 1).

Buscando garantizar una dotación suficiente y continua de las parroquias, las más altas autoridades novohispanas debatieron sobre la posibilidad o no de establecer el diezmo general de los indios. A pesar de que en 1544 la Corona ya había autorizado un diezmo limitado sobre ganado, seda y trigo, Montúfar, otros obispos y los cabildos catedralicios insistieron en extenderlo a todos los géneros y que pagaran como los españoles. Sin embargo, los frailes se opusieron férreamente, como lo expresó con claridad fray Toribio de Motolinía en 1550, quien arguyó que el tributo debía mantener también a la Iglesia diocesana:

[...] pues de lo que tributan, parte dello es en lugar de los diezmos, y si esto no fuese ansí, no podemos entender qué razón o causa hay por qué estos den tanto como dan de tributo […] parece que en lo que agora dan se tiene respecto a que cumplan con el servicio y sujeción que a vuestra majestad deben y con lo que es necesario para los ministros de las iglesias y de la justicia. Y pues parte de lo que dan es en lugar de los diezmos, no hay porque agora ni adelante se les impongan, porque sería vejación injusta pagar la cosa dos veces. (Cuevas, 1914, p. 164)

Motolinía explicó que muchos indios huían de las graves molestias que les causaban los españoles, por lo cual, sumarles también el diezmo sería equivocado, además de que sería muy complicado recaudarlo en cerros y barrancas donde vivían (Cuevas, 1914, p. 166). Fray Domingo de la Anunciación opinó en el mismo sentido: lo que ya proporcionaban los indios, a frailes o clérigos, para su sustento y ornamentos de los templos, debía considerarse el equivalente al diezmo, por lo cual las catedrales no debían cobrarlo9. Por su parte, Fray Nicolás de Witte expresó otra fuerte crítica a los obispos, calificándolos de ostentosos y codiciosos, más que pastores de los indios:

En lo de los diezmos tratan reciamente los obispos, y dan harto ofendículo por ello al Evangelio. Y ya los obispos acá más pretenden tener que enseñar, puestos en pompa y en lo demás. Gran yerro se hace allá en proveer obispos de allá, que no conozcan ni sepan la lengua destos miserables, ni sepan ni conozcan sus miserias cómo los pueden ayudar ni enseñar, sino ir al hilo de los españoles como hace el arzobispo. Los que por acá habían de proveer habían de ser hombres que acá habían echado el bofe por estos miserables naturales, y no los que vienen por su intereses propio y por hacer en sus parientes. (Cuevas, 1914, p. 243)

Pero el arzobispo Montúfar desestimó estas críticas y siguió adelante en su proyecto de fortalecer a la Iglesia arzobispal por sobre la de los frailes, dentro del cual un renglón fundamental fue imponer el diezmo general a los indios. El mitrado argumentó que así habría suficiente renta, ya no solo para la catedral y la dotación de todas las plazas del cabildo catedralicio, sino también para erigir y financiar todas las parroquias que hicieran falta. Su primer logro fue que en el primer concilio mexicano, de 1555 se decretó ese diezmo general (Lundberg, 2009, p. 173). Esta política volvió a ser objetada por varios frailes notables, como fray Alonso de la Veracruz, quien insistió en que los indios ya pagaban el sustento de la Iglesia con sus tributos, ideas que Montúfar calificó de escandalosas y heréticas (Lundberg, 2009, p. 174-177). Sin embargo, la Corona ordenó en 1557 al presidente y oidores de la real audiencia no permitir al arzobispo y a los obispos cobrar el diezmo general a los nativos (Puga, 1563, p. 195).

Montúfar no se rindió y reiteró que la falta del diezmo imposibilitaba un sostén suficiente de los curas y, por tanto, de una mejor administración espiritual10. Agregó que la exención a los indios era usada como pretexto por los españoles para también evadir ese gravamen, como sucedía con el marqués del Valle y otros encomenderos dueños de ganados y explotaciones agrícolas. El arzobispo advertía que de seguir esta tendencia, la catedral metropolitana se volvería tan pobre como una simple parroquia (ENE, 1940, tomo X, pp. 18-19; Lundberg, 2009, p. 179). El prelado argumentó que con el diezmo habría recursos para sustentar mejor a la universidad o a un colegio para la formación clerical. Pero los frailes dudaban de esas ventajas, aduciendo que solo se beneficiaría la catedral, negando la supuesta pobreza de la Iglesia diocesana. Ante esto, el mitrado acusó a los frailes de recibir de los indios el equivalente a 2 o 3 diezmos.

En España también había dudas sobre la declarada escasez de recursos de las catedrales. En 1566 Felipe II insistió en obligarlas a compartir el diezmo con los párrocos, como se estipulaba en sus bulas de erección, considerando que por no hacerlo así, la real hacienda debía auxiliarlos, mientras que los obispos retenían recursos que no les pertenecían. El asunto había sido tratado por el fiscal del consejo de Indias, Jerónimo de Ulloa, con cuyo parecer el rey estuvo de acuerdo y en consecuencia ordenó a la real audiencia hacer la distribución de los 4/9 a las parroquias, y solo en caso que no alcanzara, entonces la real hacienda debía complementar sus ingresos11. Estos argumentos del rey fueron respondidos por Montúfar en 1568, quien negó que los obispos se quedaran con algún diezmo indebidamente, sino solo con la cuarta episcopal, la cual era muy poca en su consideración. Advirtió que de repartirse el diezmo como ordenaba la Corona, acabaría el culto en las catedrales y los estipendios de los canónigos, insistiendo que todo se enmendaría con el diezmo general de indios, pues así ni la real hacienda ni los encomenderos tendrían que pagar (ENE, 1940, tomo X, p. 229). En España, el asunto se discutió en la Junta Magna de 1568, en donde se propuso generalizar el diezmo a todos los habitantes de las Indias, a cambio de reducir el tributo a los indios, y que la tercera parte del gravamen eclesiástico se destinara efectivamente a los curas. Sin embargo, esta idea no llegó a buen puerto tampoco por entonces. (Lundberg, 2009, p. 180).

La cuestión de la distribución del diezmo a las parroquias ocasionó resistencias también en el cabildo de la catedral de México. El arcediano y tres racioneros explicaron al rey que la audiencia suspendió la cédula sobre reparto de diezmo a los curas porque se demostró que fue ganada con relación siniestra. Ahora, pedían la revocación definitiva para garantizar recursos para la fábrica de catedral, ingresos para los prebendados, el culto divino, la creación de canonjías a la vez que se evitaba tener que ayudar a los capitulares con otros beneficios eclesiásticos. En sintonía con la política del arzobispo, los prebendados pidieron la extensión del diezmo general a los indios: “[...] porque en cuanto no se diere esta orden y se mandara a los naturales que diezmen no podrá haber asiento en las iglesias de esta tierra ni fundarse la orden que está dada por los sacros cánones y concilios generales.” (ENE, 1940, tomo X, p. 235) A pesar de todo esto, la decisión en España fue de mantener el status quo: ya no se insistió por entonces en hacer cumplir la cédula de 1566 pero tampoco se decretó el diezmo general a los indios. Tendrían que buscarse otras soluciones. El asunto de dotar convenientemente a los nuevos curatos seculares, que a partir de 1574 se convertirían en beneficios eclesiásticos formales, debió esperar hasta la realización del tercer concilio provincial mexicano de 1585, cuando se estableció todo un abanico de obvenciones a pagar por los fieles (Aguirre, 2014).

En este contexto de dificultades de administración espiritual, de carencias económicas parroquiales, de formación incompleta de los curas para atender las necesidades de su amplia feligresía y de enfrentamientos y debates con los frailes y la Corona, el arzobispo Montúfar utilizó varios recursos que le daba el derecho canónico y los concilios para tratar de ordenar lo mejor posible a las parroquias.

Jueces eclesiásticos para la supervisión y la justicia en las parroquias

El arzobispo Montúfar fue activo visitando las parroquias. Aunque no hay registros sistemáticos sobre sus visitas, los indicios existentes apuntan a que pasaba más tiempo fuera que dentro de las casas arzobispales. Es claro que el mitrado deseaba mostrar presencia y autoridad ante la sociedad, otras autoridades y los frailes, así como impulsar una mayor labor del clero secular. Para ello, se hacía acompañar en sus visitas de un séquito amplio de clérigos, incluyendo capitulares de catedral (González, 1973, p. 143). Normalmente, los religiosos toleraban sus visitas, pero no a otros clérigos visitadores nombrados por el arzobispo. (Cuevas, 1914, p. 305). Uno de ellos, muy distinguido por Montúfar, fue Esteban del Portillo, canónigo criollo, quien fungió como provisor de indios y cuya tarea principal fue visitar todo el arzobispado. (Cartas de Indias, 1877, f. 2v)

Para fortalecer el gobierno arzobispal fue fundamental fortalecer los tribunales eclesiásticos así como contar con diversos jueces subordinados que hicieran cumplir sus órdenes y la justicia eclesiástica en las parroquias. Ya el primer obispo de México había nombrado varios provisores generales, aunque ninguno con la capacidad para enfrentar los grandes retos de una Iglesia en construcción. Lo importante fue que este prelado inició la audiencia eclesiástica como primer paso para el establecimiento de una suerte de sistema judicial eclesiástico (Traslosheros, 2004, p. 12). No obstante, los religiosos ejercían en la práctica la justicia12.

La audiencia eclesiástica, también conocido como provisorato general, se consolidó en el mandato de Montúfar. Los provisores por él designados ganaron autoridad, primero en la ciudad de México y, paulatinamente, en toda la jurisdicción, convirtiéndose en la instancia más importante del arzobispado de impartición de justicia eclesiástica, solo por debajo del juez ordinario, que era el obispo (Traslosheros, 2021, pp. 3-7). Uno de ellos se destacó en especial: Esteban del Portillo, clérigo de origen novohispano, formado en la nueva Real Universidad de México y totalmente comprometido con el proyecto de Iglesia secular encabezado por el arzobispo. Portillo encarnó, sin duda, el ideal de sacerdote que daría la batalla a favor de la consolidación del clero secular en Nueva España (González, 2016, p. 63).

Con el aumento de los curatos de indios, el arzobispo Montúfar nombró diversos ministros subordinados para supervisarlos e integrarlos al orden eclesiástico que deseaba establecer, como lo fueron los alguaciles fiscales y los jueces visitadores, a partir de 1556. A los primeros los facultó para llevar vara de justicia, a lo cual la Corona se opuso, pues era un distintivo de los ministros del rey. En cuanto a los visitadores, los facultó para autorizar la construcción de nuevas iglesias en pueblos de indios, paso previo para futuras parroquias. Sin embargo, el rey ordenó a la real audiencia de México impedir al prelado dar esas autorizaciones, advirtiendo que las nuevas iglesias solo podían ser permitidas por el virrey y los obispos en conjunto, además de que debía evitarse más gastos y trabajos innecesarios a los indios (Puga, 1563, p. 190). Con todo, el rey no impidió el nombramiento de los visitadores eclesiásticos pues era una atribución canónica de los obispos. De ahí que Montúfar continuó nombrándolos y su actividad fue tan notoria que incluso se les denunció por estar muchos días en los poblados, pedir comida y otras cosas a los indios (Encinas, 2018, lib. I, pp. 116-117). Fuera esto exagerado o no, lo cierto es que para los frailes comenzaron a ser incómodos. La Corona, enterada, pidió a los obispos cuidar que los visitadores estuvieran solo el tiempo preciso y que no pidieran sustento extraordinario a los indios. En cuanto a los alguaciles fiscales, el arzobispo insistió en enviarlos a los pueblos de indios lo cual provocó nuevas quejas ante la Corona. En consecuencia, el rey le ordenó a Montúfar en 1560 no hacerlo más, sino solo en la ciudad de México (Puga, 1563, pp. 210-211v).

Un paso más para consolidar el gobierno de las parroquias fue la instauración de las vicarías foráneas, circunscripciones regionales que abarcaban a dos o más curatos, a cargo de vicarios eclesiásticos nombrados por la mitra, cuya principal función era supervisar la administración espiritual de su jurisdicción (Teruel, 1993, pp. 452-453). Aunque no podemos precisar cuántas vicarías estableció Montúfar es un hecho que lo hizo y que varios de los curas también fueron nombrados vicarios de distritos amplios, como los de las provincias de Acapulco, Taxco o Pachuca (García, 1976). Estos ministros reforzaron la autoridad de la mitra e iniciaron un largo camino de la Iglesia diocesana para extender su potestad también al ámbito de las doctrinas de frailes (Aguirre, 2008).

Otra instancia de gobierno para los curatos la constituyeron los jueces eclesiásticos foráneos. El adjetivo de foráneo se debió a que mientras que el arzobispo y su provisor fungían como jueces eclesiásticos en la ciudad de México y sus alrededores, hasta cinco leguas; más allá de ese límite delegaban esa función en jueces subalternos (Bravo y Pérez, 2009, p. 172). El establecimiento de juzgados eclesiásticos territoriales en el arzobispado es un proceso poco conocido, pero cuya importancia crece a medida que conocemos los procesos formativos de los obispados en Indias. En Nueva España su instauración fue problemática en el siglo XVI debido a que los frailes tenían a su favor ciertas bulas otorgadas por los papas León X, Adriano VI y Paulo III que les otorgaba funciones que en Europa solo concernían a los obispos13. La interpretación de esas bulas y los privilegios que de ahí se derivaban fue el campo de batalla cotidiano en Nueva España. En este contexto se puede comprender mejor que el establecimiento de instancias episcopales con jurisdicción en las doctrinas de frailes fue una tarea por demás difícil y embarazosa. Con todo, el arzobispo Montúfar impulsó a los jueces foráneos como no se había hecho antes y les permitió dictar sentencias a los indios infractores así como también cobrarles multas pecuniarias, algo que, informado en España, les fue negado por Felipe II, permitiéndoles solo aplicar castigos (Encinas, 2018, lib. IV, p. 336).

Lo anterior no detuvo al arzobispo Montúfar, quien siguió nombrando jueces en el territorio arzobispal. En 1566, por ejemplo, Alonso Hernández de Segura fue asignado como vicario y juez para Acapulco, Anacuilco, Citlaltomagua, Tezcatlan, Acamalutla, Coyuca y Xalzapotla. Su misión era castigar a blasfemos, perjuros, amancebados, alcahuetes, hechiceros, idólatras y sortílegos. Para 1570 había 32 vicarios y jueces foráneos en el arzobispado, 20 de los cuales también eran curas (Cano, 2017, pp. 590-592). La Corona no se opuso al nombramiento y ejercicio de jueces eclesiásticos en el territorio arzobispal. Sería cuestión de tiempo para que intentaran actuar en las doctrinas de los frailes también.

Finalmente, tanto Montúfar como los curas del arzobispado tenían un objetivo común que lograr: convertir los curatos mercenarios en beneficios curados14, algo que solo dependía del real patronato y hacía él dirigieron muchos esfuerzos en la década de 1560.

Presiones de la mitra y de los curas para instaurar beneficios eclesiásticos

Los párrocos nombrados por el arzobispo Montúfar fueron un conjunto de clérigos, peninsulares y novohispanos, con un desigual conocimiento de los pueblos de indios y sus lenguas. Varios de ellos recién habían sido ordenados sacerdotes por el prelado, luego de su travesía desde el viejo mundo y de haber desempeñado trabajos alejados del sacerdocio (García, 1976). Otros llegaron con sus familias desde niños y también eran jóvenes presbíteros. A esa falta de experiencia hay que agregar la provisionalidad de los nombramientos como curas a salario o mercenarios y la incertidumbre de sus ingresos, como ya se ha mencionado. Los curatos de Montúfar estuvieron a cargo, entonces, de ministros temporales, designados discrecionalmente y por periodos de tiempo a su voluntad. Estas condiciones fueron un motivo para que los párrocos justificaran su ineficiente administración espiritual y el desconocimiento de las lenguas. Los clérigos se consideraban simples “encargados” transitorios, en espera del establecimiento de beneficios vitalicios.

Aunque Felipe II permitió a Montúfar la creación de múltiples curatos de indios, quedó pendiente la creación de beneficios curados permanentes. De ahí que en 1564, el arzobispo pidió al rey acabar de asentar la Iglesia novohispana mediante, entre otras medidas, la erección de esos beneficios, pues así lo mandaba Roma, la bula de erección y era obligación del rey. El mitrado insinuó que los frailes no pudieron evitar la condenación espiritual de multitud de indios, por no haber tenidos ministros suficientes, apuntando que el mejor futuro para los nativos era tener muchos beneficiados, a quienes los frailes estaban obligados a auxiliar:

[...] vengan los clérigos arriba dichos y religiosos de las tres religiones que nos ayuden conforme a derecho […] los pueblos tendrán cada uno propio ministro, cada ministro deprenderá la lengua de sus ovejas y así las conocerá y tendrá amor y ellas a él y se seguirá otro gran bien, que las tierras de bárbaros e infieles vecinas y comarcanas a las ya por vuestra majestad sujetadas, con gran facilidad se podrán sujetar y también se excusará muertes y robos que los bárbaros vecinos hacen [...] (ENE, 1940, t. X, pp. 30-31)

En 1565 el arzobispo Montúfar insistió: “Muchas veces he escrito a vuestra majestad la necesidad que hay en esta tierra de bastante copia de ministros propietarios que estén en sus propios beneficios y deprende cada uno la lengua de sus ovejas” (ENE, 1940, tomo X: 71). Y, en 1566: “[...] suplico [...] con toda la instancia que puedo mande proveer cómo a estos naturales se les dé bastante número de ministros propietarios [...] que los frailes y clérigos no deprendían las lenguas a causa de mudarlos cada año y así con ser mucha la diversidad de lenguas no hay quien las sepa [...]” (ENE, 1940, t. X, pp. 131-132). Nuevamente, en 1567: “[...] sepa v. m. como cristianísimo, que dello avisemos, sepa v. m. que en toda la tierra, arzobispado y obispados, no hay de cuatro partes la una de ministros que son menester como por otras he escrito a v. m.” (ENE, 1940, t. X, p. 206). Así, Montúfar tuvo como nueva meta lograr su conversión en beneficios eclesiásticos, como corolario de su proyecto parroquial. No se puede descartar que el arzobispo temiera que con el tiempo, todos esos partidos fueran traspasados a los frailes, como había sucedido ya en algunos casos.

Pero el prelado no tuvo éxito pues la Corona desestimó por entonces la conversión de los curatos en beneficios eclesiásticos e incluso amonestó a algunos obispos que intentaron nombrar curas beneficiados sin la anuencia del rey. Esto fue reafirmado en 1567, cuando se les recordó que sólo el monarca podía presentar beneficiados, y en tanto, en caso de necesitarse curas, los obispos podían nombrar interinos, en espera de que la Corona los confirmara o rechazara (Encinas, 2018, pp. 91-92). Con todo, la autorización para nombrar curas temporales siguió permitiendo al arzobispo de México recompensar a su clientela clerical, tanto la proveniente de la península ibérica como de la naciente clerecía local. Sin embargo, no canceló a su clerecía la posibilidad de continuar solicitando la instauración de beneficios curados.

De esa forma, los curas mercenarios insistieron que los beneficios curados eran la solución a los obstáculos que se presentaban en la administración parroquial. Uno de ellos era el cambio recurrente de ministros, lo cual estorbaba la conversión de los indios, como señaló el cura de Huayacocotla, Gaspar de Valdés, natural de España y ordenado sacerdote por Montúfar (García, 1976, p. 253). Otros vicarios, como Félix de Peñafiel, vinculaban la fragilidad de sus cargos con la de los curatos: “[...] como los vicarios y curas que hay en los pueblos se remueven de los dichos pueblos por no ser beneficios propios, no pueden remediar muchos males que hay entre los naturales [...]”, por lo cual arguyó que al convertirse en beneficios, sus titulares los cuidarían mejor y podrían resolver sus deficiencias en materia de fe (García, 1976, p. 70).

Otra prueba esgrimida a favor de la instauración de beneficios eclesiásticos fue la falta de autoridad de los curas ante los indios, quienes eran malaconsejados por los frailes en su tentativa de expulsarlos de los pueblos, como lo expresó el párroco de Xalatlaco, Juan de Sigura “[...] que por bueno que sea el clérigo vienen a pensar no ser su doctrina la verdadera, sino la de los frailes y de aquí se sigue gran cizaña y confusión [...]” (García, 1976, p. 119). En el mismo tenor, el cura de Chiapa Tepeticpac se expresó a favor pues así los indios temerían y obedecerían, mientras que los titulares, sabiendo que eran propietarios y vitalicios, aprenderían más fácilmente las lenguas difíciles como el otomí, recordando que hubo curas depuestos por no saberlas. (García, 1976, p. 144)

La falta de autoridad en las parroquias preocupaba a los curas. Para Agustín López, párroco de Tlalchichilpa, la interinidad de los nombramientos los debilitaba frente a los indios, los encomenderos y las justicias “[...] y este gran daño se remediaría y otros muchos, como hubiese en cada pueblo su beneficiado o cura como en España [...]” (García, 1976, p. 159). Igualmente, un cura de las minas de Taxco pidió ministros propietarios pues sólo así se evitaría que los indios principales anduvieran borrachos en la iglesia, al temer a los primeros. Además, los beneficiados lograrían con mayor facilidad la reducción de los fieles que vivían en cerros y barrancas y aprenderían las lenguas al ser vitalicios. Esto mismo señaló Juan de Cabrera, cura de Mixquiahuala (García, 1976, p. 187).

El cura de Chiapa solicitó salarios mayores pues a consecuencia de lo poco que recibían los curatos eran abandonados, proponiendo incluso que se les pagara con una parte de los tributos de los indios (García, 1976, p. 144). Sobre la misma cuestión, para el vicario de Teloloapan, Diego García de Almaraz, peninsular, una condición para el establecimiento de los beneficios curados era el pago del diezmo y de primicias (García, 1976, pp. 245-247).

Sin embargo, el diezmo de los indios era un tema irresuelto, como ya se ha mencionado, pues los religiosos se habían negado rotundamente a cobrarlo, a despecho de los obispos que lo impulsaban, como ya se ha expuesto. En febrero de 1571 la Corona pidió a Montúfar enviar una lista de clérigos y sus beneficios curados:

[...] lo que cada uno de ellos vale y renta en cada un año, y de qué distrito y calidades de tierra son, y si tienen en su administración españoles o indios, y qué número de gente hay en ellos y qué personas eclesiásticas y beneméritas hay en esa tierra y se os ofrecen para poder ser presentados a los dichos beneficios , vos ruego y encargo que luego que ésta veáis enviéis ante nos, al nuestro Consejo Real de las Indias, relación particular de todo ello y de las demás advertencias y particularidades que os pareciere que conviene saber para que la presentación que hubiéremos de hacer de ellos sea de las personas que convengan al servicio de Dios nuestro Señor y al nuestro. (González, 1973, p. 186)

Al parecer había cierta confusión en Madrid sobre la situación parroquial del arzobispado y de Nueva España, pues es claro que solo había curatos mercenarios, a excepción de los de catedral que sí eran beneficios. Con todo, en Madrid aumentaba el interés por tomar decisiones trascendentes para cambiar el rumbo de la Iglesia en Indias y sus instituciones, a partir de las discusiones de la junta magna de 1568 (García, 2000). En ésta, tres acuerdos giraron en torno a que los curas fueran sustentados también del diezmo, que los futuros beneficiados solo podían ser presentados por el rey y que debía recibir jurisdicción eclesiástica de los obispos para impartir justicia15.

Reflexiones finales

Normalmente la historiografía ha tendido a considerar a las parroquias como entidades anónimas, aisladas y al margen de los grandes procesos eclesiásticos y políticos. También, que su gobierno fue lineal y uniforme a lo largo del tiempo. Sin embargo, una lectura detenida de las fuentes da cuenta que el asunto era más complejo de lo que se advierte en primera instancia. El gobierno de las parroquias estaba en función no solo de la política eclesiástica en turno sino también de las condiciones de la feligresía, de sus problemáticas y de las capacidades del clero parroquial. De ahí la importancia de estudiar, como objeto central, las instancias de gobierno y supervisión de las parroquias.

En el caso del arzobispado de México, cuando fray Alonso de Montúfar comenzó su mandato se halló con toda una tarea por hacer en las parroquias, la cual acometió de manera distinta a su antecesor, decidido a ganar espacios al clero regular. Atenta, la Corona buscó una solución, lo menos conflictiva posible, para lograr un crecimiento sustancial de las redes parroquiales sin provocar un rompimiento entre ambos cleros. Un balance general de lo conseguido por Montúfar sería que, no obstante la gran resistencia de los frailes, pudo establecer una red de alrededor de 55 curatos con presencia en la mayoría de las provincias del territorio. Destacan las de los valles centrales de México y Toluca, asiento de los más importantes conventos de frailes. Para ello se apoyó en un grupo compacto de clérigos leal y dispuesto a tomar a su cargo la administración espiritual de los nuevos curatos, a pesar de estar en desventajas, como la falta de buenos salarios, desconocimiento de las lenguas habladas por los fieles y una amplia población indígena que atender con pocos o ningún ayudante.

A la rapidez con la que la mitra fundó más de 40 nuevos curatos no correspondió la lentitud con que avanzó en su organización interna, dados los obstáculos que enfrentaron: la gran magnitud de las jurisdicciones parroquiales, la carencia de sacerdotes competentes, la falta de cohesión de los fieles entorno a las nuevas sedes parroquiales, la incertidumbre de los ingresos parroquiales, la presión de los frailes para impedir la consolidación de los nuevos curatos, el problema de la dispersión habitacional de los indios y la confrontación de los curas con otros poderes locales, como los caciques, los gobernadores, los cabildos indígenas, los encomenderos, los alcaldes mayores y los corregidores. Sobre la coexistencia de poderes locales, hablamos de una época temprana de conformación de instituciones e instancias de gobierno en torno a la población indígena, a varios niveles. En este contexto, el clero parroquial debió medir fuerzas y autoridad con otros actores políticos y autoridades con el fin de ocupar su propio espacio en el gobierno de las provincias.

Así, en los años previos a la cédula del patronato de 1574, la red parroquial del arzobispado de México presentaba rezagos importantes con respecto al nivel de organización alcanzado por las doctrinas de los frailes. Estas desventajas, por supuesto, no eran desconocidas para nadie, ni siquiera para el lejano monarca. Pero eso no fue tan importante por entonces, sino fortalecer al clero secular buscando un equilibrio con el regular en cuanto a la magnitud de parroquias, así como robustecer a la Corona como máxima autoridad, por encima de la Iglesia.

Con todo, el arzobispo Montúfar sentó precedentes importantes de gobierno de las parroquias para sus sucesores: estableció las primeras vicarías, nombró a un grupo de jueces visitadores así como jueces eclesiásticos foráneos que ampliaron la jurisdicción episcopal más allá de la ciudad de México, encabezó ante la Corona una tenaz campaña para lograr el diezmo general de los indios que, aunque no se consiguió sirvió como antecedente para futuros debates hasta su consecución, impulsó la primera generación de clérigos lenguas y con experiencia en administrar pueblos de indios, vinculó al clero secular en el proceso de evangelización en marcha y sentó un modelo de parroquias con una amplia feligresía asentada en diversos pueblos de visita que permaneció hasta el fin de la era novohispana.

Finalmente, otro asunto muy sensible al clero parroquial de Nueva España y que Montúfar supo aquilatar y exponer fue la necesidad de establecer beneficios curados, argumentando que con ellos se lograría una mayor estabilidad del clero parroquial y la administración parroquial. Si bien no pudo lograr en vida esta meta, su insistencia en el asunto, apoyado por otros obispos y los curas, puso el asunto en la agenda real y en las discusiones que a fines de la década de 1560 se daban en el Consejo de Indias sobre importantes cambios en el gobierno espiritual de las Indias.

Fuentes

Archivo General de la Nación de México (AGNM)

Bienes Nacionales 443

Referencias bibliográficas

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Notas

1 El arzobispado de México comprendía una ancha franja del territorio central de Nueva España que iba desde la costa de Tampico, al norte, hasta el puerto de Acapulco, en el sur.
2 Encinas (2018, libro I, pp. 83-86). “Cédula general dada en la declaración del patronazgo real de la orden que se ha de tener en la presentación de los arzobispados y obispados y prevendas de las Indias, beneficios y doctrinas de las yglesias catedrales dellas. Año de 574”
3 En el centro de Nueva España eran llamadas doctrinas a los centros de evangelización de indios administradas por los frailes, y curatos o parroquias a los que estaban a cargo de clero secular. En este trabajo usamos la misma distinción.
4 En este trabajo usaremos “mitra” como sinónimo de gobierno arzobispal, aunque también se emplea para designar el territorio jurisdiccional de un arzobispo u obispo.
5 Los curatos mercenarios eran aquellos que estaban a cargo de curas temporales nombrados a discreción del obispo, con un salario fijo. (Barrio, 2010, p. 194)
6 En la época se consideraban y contabilizaban a los fieles vecinos mayores de 14 años y que debían confesar al menos una vez al año.
7 García (1889) “Informe de la provincia del Santo Evangelio al visitador lic. Juan de Ovando”. Las doctrinas consideradas son: Xochimilco, Milpa Alta, Huejutla, Coatlichan, Teotihuacan, Chiconautla, Otumba, Tepepulco, Apan, Cempoala, Zinguiluca, Teliztaca, Cuautitlán, Ecatepec, Coacalco, Tepejí, Tula, Xilotepec, Huichiapa, Toluca, Tlacotepec, Zinacantepec, Metepec, Calimaya, Cuernavaca, Tlaquiltenango y Ocopetlayuca.
8 García (1976, pp. 65 y 225). Algo similar declaró el cura de Churubusco.
9 Cuevas (1914, p. 241) “Relación de Fray Domingo de la Anunciación acerca del tributar de los indios. Chimalhuacán, 20 de septiembre de 1554”: “…comúnmente en los pueblos de esta Nueva España en todos los más hay monasterios o clérigos que tienen cargo de les ministrar los sacramentos, y los indios naturales y vecinos de los tales pueblos tienen cargo de mantener a los tales ministros y de proveer sus iglesias y monasterios de ornamentos. Y esto me parece que debe bastar por diezmos por el presente…”
10 ENE (1940, tomo X, p. 18): “…por no dezmar los naturales no hay beneficios ni curas propios ni suficiente doctrina y así se mueren y han muerto muchos sin bautismo y sin confesión y sin los demás sacramentos y sin haber sido instruido en la doctrina evangélica en que se ha perdido y pierde más que no en que sean compelidos a dar sus diezmos como lo manda Dios y su Iglesia.”
11 García (1914, pp. 169-171): “A la audiencia y los oficiales de la real hacienda, de Nueva España: que den a los curas la parte de los diezmos que les corresponde. Madrid 1566”; Encinas (2018, libro I: 110): “Cédula dirigida a la audiencia de México, que manda, provean y de orden como se acuda a los curas la parte que les perteneciere de los diezmos, y no bastando para su sustentación, se lo cumpla de la hacienda real”; Recopilación de Indias (1681, libro I, título XIII, ley XX, cédula de 23 de noviembre de 1566).
12 El mismo Zumárraga hubo de nombrar a franciscanos como jueces defensores de indios; además, los religiosos podían nombrar jueces eclesiásticos en tierras de misión. (Traslosheros, 2004, pp. 3- 6).
13 La bula de León X, de 1521, daba a los franciscanos el derecho de predicar, confesar, bautizar, excomulgar, casar y conocer de causas matrimoniales, siempre y cuando no hubiera un obispo en la jurisdicción. Por su parte, Adriano VI ratificó en 1522 todo lo anterior, concediendo además que los religiosos podían ejercer tales facultades aunque hubiera obispo, siempre y cuando estuviera a por lo menos dos jornadas de camino y que no implicara la potestad de orden. Finalmente, la bula de Paulo III, de 1535, ratificó todo lo anterior eliminando incluso la limitante de las dos jornadas de distancia, contando teóricamente con la sanción del obispo. (Traslosheros, 2004, p. 14).
14 Es decir: nombramientos vitalicios como curas de almas que tenían anexos obligatoriamente rentas o ingresos propios. Estos nombramientos eran hechos por el real patronato y los obispos debían darles el reconocimiento canónico. Al respecto ver a Teruel (1993, p. 19)
15 “Resúmenes de los acuerdos de la Junta de Indias de 1568” Ramo eclesiástico, puntos 8, 9 y 10, en Pérez (2021).

Recepción: 29 Julio 2022

Aprobación: 22 Noviembre 2022

Publicación: 02 Enero 2023

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