ARTÍCULO/ARTICLE
Víctor Augusto Piemonte
Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires
CONICET
Argentina
augusto.piemonte@gmail.com
Cita sugerida: Piemonte, V. (2015). El socialismo europeo en la encrucijada: debates sobre cuestión nacional y revolución social en la Segunda Internacional. Trabajos y Comunicaciones (41). Recuperado de: http://www.trabajosycomunicaciones.fahce.unlp.edu.ar/article/view/TyC2015n41a03
Resumen
Este artículo tiene por objetivo
reinterpretar la relación abierta en la Segunda Internacional
entre la cuestión nacional y la lucha de clases, planteando
que las causas de la posición triunfante en 1914 deben ser
buscadas en los años anteriores al estallido bélico. El
análisis de textos fundamentales producidos antes y durante la
Gran Guerra por los teóricos más influyentes del
socialismo europeo en torno de las naciones y las nacionalidades
permite captar en toda su significación de qué manera
en dicha coyuntura se jugó la concepción socialista de
“revolución social”, indisolublemente atravesada
por el carácter sociopolítico que se estuvo dispuesto a
conceder a las masas proletarias y a sus formas de intervención
práctica.
Palabras clave: Segunda Internacional; Socialismo; Cuestión nacional; Lucha de clases; Revolución social
European socialism at a crossroads: debates on the national question and social revolution in the Second International
Abstract
This article aims to
reinterpret the relationship started in the Second International
between the national question and the class struggle, suggesting that
the causes of the triumphant position in 1914 are to be sought in the
years before the outbreak of war. The analysis of key texts about
nations and nationalities produced before and during the Great War by
the most influential theorists of European socialism can capture the
full significance of how this situation shaped the socialist concept
of “social revolution”, which was inextricably crossed by
the socio-political nature granted to the proletarian masses and to
their intervention practices.
Keywords: Second International; Socialism; National question; Class struggle; Social revolution
La conformación de las naciones era un fenómeno lo suficientemente reciente en tiempos de Marx y Engels como para que pudiera efectuarse una interpretación consolidada en torno de su naturaleza y sus múltiples implicaciones políticas, económicas, sociales y culturales. De este modo, cuando los socialistas de la Segunda Internacional discutieron aquellos problemas y desafíos que abrían las naciones para el desarrollo de sus programas de acción, se encontraron con que el corpus marxista no proporcionaba claves definidas a la hora de conducir estos análisis de la realidad social (cf. Paggi, 1980; Lvovich, 1997). El apoyo a los gobiernos nacionales durante la escalada militar abierta en agosto de 1914 encontró repercusiones mucho mayores entre los conductores del movimiento socialista que entre sus representados. Ello tendría una explicación enteramente lógica, puesto que a los militantes de base la acción que les imponía el aparato estatal parecía no resultarles incongruente con sus deberes y obligaciones de clase. Las diatribas ocasionadas por la guerra se consumieron en las altas esferas de la política partidaria. Alemania, que tan solo había encontrado en el socialismo cristiano un movimiento social contestatario de peso por fuera del marxismo, se convirtió hacia fines del siglo XIX en la cuna del revisionismo (cf. Schapiro, 1962: 76; Compendio…, 1964: 48-49). Por entonces no se le escapaba a nadie que el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), volcado a la ideología marxista en 1891, era el partido que dirigía la II Internacional. Los debates críticos que se producían en el interior del SPD no podían dejar de repercutir en las discusiones y los posicionamientos emanados en la organización socialista internacional.
Antes del estallido de la Primera Guerra Mundial la posición de los partidos socialistas que integraban la federación socialista internacional se había comprometido en forma unánime a no desempeñar ningún cargo gubernamental en caso de que fueran invitados a ello por parte de los gobiernos burgueses. En cambio, se aferraban al compromiso por la introducción de mejoras económicas y sociales en beneficio de la clase obrera. Sin embargo, esta carta de intención resultó trastocada con motivo del comienzo del conflicto bélico a medida que se encontraban envueltos en él las distintas naciones a las que pertenecían algunos de los partidos socialistas más importantes en términos de electorado, de organización y de estructura. En este estudio proponemos la hipótesis de que este cambio radical de posición no puede ser explicado exclusivamente por las presiones generadas al calor de una guerra que movilizó sectores de la sociedad civil como nunca antes se había visto y en los cuales la influencia del socialismo se hallaba extendida y en franco crecimiento, sino que las causas fundamentales deben ser buscadas en los años inmediatamente anteriores al inicio de las hostilidades. La debilidad de las formulaciones forjadas a este respecto encontraron en la guerra de 1914-1918 un momento singular que puso al rojo vivo las consideraciones teóricas que se iban generando alrededor de la interpretación del fenómeno nacional y el modo en que convenía que fuera asumido por parte del socialismo a los fines de incorporarlo a su programa de acción. En este sentido, intentaremos recuperar de manera crítica las principales posturas en torno a la diatriba emergida acerca de la relación establecida entre la cuestión nacional y la lucha de clases. Abordaremos para ello algunas de las obras más representativas del período.
Afirma Leopoldo Mármora (1986: 13) que para arribar a buen puerto en el acto de desentrañar el sentido de las posturas de Marx y de Engels en torno de la cuestión nacional
no es lo más adecuado partir de aquellos prejuicios y expresiones en que los mismos se manifestaron directa y expresamente sobre el tema, por más numerosas y plenas de contenido que esas exteriorizaciones hayan sido. Mucho más adecuado es colocar en el centro del análisis la concepción general de la revolución que ellos elaboraron, pues ése y no otro es el centro que anima y da lógica a todas las posiciones teóricas y prácticas de Marx y Engels frente al problema nacional.
Consideramos nosotros aquí que lo que Mármora plantea para la comprensión del pensamiento pergeñado por la dupla Marx-Engels se aplica también al conjunto de la Segunda Internacional, puesto que no se ha de perder de vista en ningún momento y bajo ningún aspecto el rol desempeñado por el tópico revolucionario dentro de cada línea de posicionamiento particular. Sobre estos aspectos nos concentraremos a continuación.
Editado en marzo de 1899, el análisis de Bernstein reunido en su trabajo Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia -obra por demás crucial para el futuro del socialismo internacional- había trastocado el modo corriente en que se entendía la práctica política proletaria. En él se manifestaba la necesidad de actualizar la filosofía marxista, acuñada en el Manifiesto comunista, por considerar que sus conclusiones particulares no encontraban, en numerosas oportunidades, correlato con el derrotero visible a la vuelta del cambio de siglo. La abstracción teórica había quedado desfasada por la realidad concreta.1 No marchaba la sociedad capitalista hacia la pauperización definitiva de los asalariados, sino que, por el contrario, el número de poseedores resultaba ser cada vez mayor a medida que la economía capitalista se desarrollaba, redundando en un incremento de la riqueza social. La idea contenida en el Programa de Erfurt respecto de la apertura de un abismo entre poseedores y desposeídos que se va ampliando a medida que se suceden las crisis capitalistas parecía no encontrar sustento empírico. En estas circunstancias novedosas, no previstas por el marxismo originario, el proletariado podía servirse, según sostenía el abanderado del revisionismo, de la democracia burguesa en su lucha por la obtención de mejoras en las condiciones materiales de existencia. Los propósitos de la refriega interclasista habían cambiado de naturaleza dentro del esquema bernsteniano. No importaba ya aspirar a la solución de los problemas de los trabajadores mediante una irrupción abrupta sobre las formas de explotación capitalista. Las nuevas tareas que se asignaba la socialdemocracia debían limitarse a extirpar a la burguesía las concesiones que supusieran una transformación gradual de la realidad social. Vale decir, tomando el caso analizado por Bernstein, que si a pesar de las crisis económicas atravesadas la composición salarial de los trabajadores del agro británico lograba registrar una mejoría, su razón debía buscarse en los buenos oficios del sistema político vigente, permeable a los reclamos de las clases subordinadas.2 Si el país dotado de la economía capitalista más avanzada no podía brindar las condiciones consideradas necesarias por el marxismo clásico para el traspaso a una sociedad socialista, entonces cabía volcar los esfuerzos hacia la búsqueda de políticas alternativas para el mejoramiento de la situación de los trabajadores. La confrontación con el catastrofismo kautskiano era absoluta: “es altamente probable que a partir del progreso del desarrollo económico no debamos asistir ya, en general, al surgimiento de crisis comerciales de naturaleza semejante a las anteriores, y que debamos arrojar por la borda todas las especulaciones según las cuales ellas serían el detonante de la gran revolución social” (Bernstein, 1982: 73).
El capitalismo no estaba dando señales que justificaran la posibilidad de su autodestrucción, al menos en el corto plazo. De hecho, las complicaciones en la dinámica del sistema capitalista aparecían como una posibilidad no deseable, puesto que con mayor efectividad y menores esfuerzos se producirían logros socialistas a medida que de más riqueza dispusiera la sociedad. Propone Bernstein, en consecuencia, que se actúe desde el socialismo sobre la realidad sin esperar el advenimiento de crisis generales que se ocupen de hacerlo por sí mismas. Su interés, reconoce, está en el proceso y no en la meta del socialismo; las tareas de la socialdemocracia pertenecen a los tiempos presente y futuro inmediato, no a la incertidumbre del largo plazo. Es la democracia ampliada la que estaría permitiendo una ruptura definitiva -y necesaria para la superación teórica- del marxismo con la concepción blanquista de la fuerza creadora reunida bajo la égida de la violencia revolucionaria.
La respuesta de Kautsky a los postulados revisionistas no se hizo esperar. Kautsky atacó su eje central cuando afirmó que únicamente “el extraordinario desconocimiento de su naturaleza puede hacer creer que la participación en el parlamento permitirá al proletariado apoderarse en forma gradual y lenta del poder político” (1978a: 93-94). Para Kautsky el evolucionismo pacífico que impulsa el reformismo no es sino una falacia ideológica. La revolución abrupta sería, en cambio, la vía irreductible a la que conduciría el estado de hostilidad permanente que envuelve la
relación antagónica entre el trabajo asalariado y el capital. No obstante, la fuerza de los sucesos acabarían por otorgar el triunfo en los hechos al promotor del revisionismo. La acción política emprendida por la socialdemocracia pasaría a quedar enfrascada en la puja por la obtención de reformas parlamentarias. Incluso un porcentaje importante de quienes hasta los albores de la guerra adherían a la concepción que preconizaba la revolución social, terminaría por romper filas con el marxismo clásico para, a renglón seguido, efectivizar su traspaso al campo del reformismo.3
Ahora bien, aunque no pocos fueron los teóricos favorables a la implementación de políticas de acción que refutaban la especulación cuasi inmovilista cimentada en el paradigma kautskiano, lo que permitió diferenciar al revisionismo bernsteiniano de todos ellos fue la metodología considerada para proceder en la intervención concreta sobre la realidad diagnosticada. Los instrumentos idóneos para gestionar eficazmente el traspaso de las prácticas de transformación social hacia la aplicación de las reformas sociales asumidas como pertinentes, aparecían encarnados en los aparatos de gobierno burgueses, en los sindicatos, en las cooperativas de consumo, conformados todos ellos de acuerdo a patrones de organización nacional.4 Y es precisamente la posesión, relativa pero ampliada, de los derechos políticos, por medio de los cuales se haría efectiva la participación en la vida pública del proletariado, que cobra sentido para la socialdemocracia la defensa de la nación.
La máxima ortodoxa del proletariado desprovisto de patria es refutada por Bernstein para el período histórico en que le toca vivir. El asalariado ya no es el mismo que era en los tiempos del Manifiesto comunista, pues ha adquirido ahora la condición de ciudadano. En estas condiciones, la socialdemocracia “Debe confirmar su aptitud de partido dirigente y de clase dirigente, actuando a la altura de la tarea de salvaguardar, con la misma firmeza, los intereses de clase y el interés nacional” (Bernstein, 1982: 237). El contrasentido que pudiera percibirse en la adopción de criterios de acción que no se correspondían en primera instancia con la filosofía socialista era sorteado por Bernstein en su observación de que la práctica política de todo partido político encuadrado en el socialismo, si no quiere incurrir en ejercicios doctrinarios, debe operar sobre una realidad material que no es socialista. Así, los movimientos nacionales, que por naturaleza no constituían una reivindicación proletaria, debían ir convirtiéndose paulatinamente en materia de interés para el mundo socialista. Con esto se anticipaba Bernstein al debate que tendría enorme relevancia algunos años más tarde. También en aquel entonces se proclamaría la coherencia intelectual y política contenida en la comunión de dos tipos de intereses sociales que, como sostendrán sus detractores, difícilmente podían resultar congruentes.
Los socialistas que se manifestaron a favor de la intervención armada de sus países realizaron una doble inversión de los argumentos centrales esgrimidos por los neutralistas con el objeto de descalificarlos: por una parte, interpretaron que era un error precipitarse a considerar la huelga general como un medio apto y suficiente para detener la guerra, pues de la disposición de las masas dependía que fuese o no letal, y esta última demostraba ser cambiante según las distintas condiciones imperantes; por otra parte, y en correspondencia con lo precedente, adujeron que el hecho de negar en forma apriorística cualquier posibilidad de que una parte importante del proletariado pudiera sentirse inclinada a abrazar la causa nacionalista se traducía en la incapacidad para captar la complejidad dinámica de unas masas que eran heterogéneas, siendo que la realidad parecía no admitir la existencia de profilaxis sociales en el sentido indicado. En otras palabras, podría resumirse que para el sector hegemónico del socialismo la operación intelectual generada desde el internacionalismo radical implicaba recaer en una suerte de dogma idealista en donde los comportamientos y los resultados de las acciones humanas ya se hallaban configurados de antemano. Las palabras de Kautsky son bien ilustrativas de este posicionamiento crítico-práctico cuando afirma que las últimas guerras
se desarrollaron bajo condiciones especialmente propicias para que las masas expresaran su voluntad de paz. En ningún lugar estaba el propio país amenazado por una invasión enemiga al ser frenada la movilización, y sin embargo, en ninguna parte vimos a las masas inmunes contra el veneno chovinista. En todas partes, en cuanto se desató la guerra, los antibelicistas quedaron en desesperante minoría y de ningún modo estaban en condiciones de realizar una acción de masas enérgica contra la guerra (1976: 92).
Es decir que Kautsky y el sector que comparte sus opiniones advierte la dificultad inmensa que plantea al partido socialista, representante de los intereses de los trabajadores, una situación de guerra, situación crítica que se ve amplificada en cuanto el riesgo de penetración del bando adversario se convierte en una realidad inocultable. Ante el desafío planteado por la contingencia Kautsky optó por abrazarse a un pacifismo centrista que en su inercia demostraba más cercanía con los devaneos socialpatriotas, dando señales de desinterés por apegarse en su política a una salida de tipo revolucionario.
La cuestión de fondo que atraviesan todas estas problemáticas interconectadas es el enfrentamiento de la reforma con la revolución. La franja mayoritaria del socialismo se decidió a poner paños fríos a las formas radicales de entender la práctica política. Tanto es así que, aún en tiempos de guerra, Karl Kautsky, su mayor exponente, sostiene que “el objetivo de nuestra lucha política sigue siendo el mismo: la conquista del poder del estado por la obtención de una mayoría en el parlamento y el ascenso del parlamento al dominio del gobierno. De ninguna manera perseguimos la destrucción del poder del estado” (1976: 120-121). Desde aproximadamente una década y media antes de que tuviera lugar la afirmación de Kautsky, Eduard Bernstein había comenzado a forjar la teoría que lo haría célebre, haciendo fuerte a partir de entonces el llamado a abandonar toda acción dirigida a suprimir “las instituciones liberales de la sociedad moderna”, puesto que “por su ductilidad, por su capacidad de transformarse y desarrollarse (…) sólo hay que desarrollarlas ulteriormente. Y para esto se requiere una organización y una acción enérgica, pero no necesariamente una dictadura revolucionaria” (1982: 231). Los tiempos habían cambiado, y junto con ellos las apreciaciones sobre las formas de intervenir critico-prácticamente en la realidad. En relación a una cuestión tan fundamental para el socialismo como fue siempre la toma del poder político, quedaban suprimidas las diferencias que habían distanciado al mayor exponente del revisionismo con quien hasta entonces había sido el portavoz del “marxismo ortodoxo”.
En esta puja intelectual el estudio pionero de Otto Bauer acerca del complejo relacional dialógico mantenido entre el socialismo y el fenómeno novel de las naciones se inscribe en la crisis sufrida, hacia finales del siglo XIX, por el imperio multinacional de los Habsburgo. Hasta entonces la única apreciación de porte referida a la cuestión nacional remitía a la intervención desde una perspectiva jurídica por parte de Karl Renner. Ante la gran cantidad de nacionalidades que convergían en el Imperio austríaco, Renner (1978: 145-177) advertía la necesidad de que fueran creadas desde la esfera del derecho las condiciones idóneas para garantizar la coexistencia pacífica de los pueblos. El principio territorial es, según Renner, una precondición para el surgimiento del estado moderno en el cual aquellas condiciones deben gestionarse. Pero los estados traen consigo un defecto congénito, ya que la territorialidad “jamás puede comportar compromiso e igualdad de derechos, sino solamente lucha y opresión”, lo cual tiene por consecuencia que el “estado territorial nacional no elimina los conflictos nacionales, sino que los genera y los profundiza” (Renner, 1978: 159 y 161 respectivamente). El austromarxismo se estaba encargando de sentar las bases para que las futuras exégesis tomaran en consideración la problemática nacional desde sus distintas dimensiones.
Bauer señala la existencia para la sociedades capitalistas de dos tipologías de naciones modernas, histórica una, ahistórica la otra, cuyo parámetro de distinción se basa en la presencia o ausencia de clases dominantes autóctonas, que son las encargadas de conducir el movimiento de reconversión de la unidad cultural de una nación (1978: 177; cf. López, 2011). Por lo tanto, estipula Bauer, cabe reconocer dos tipos de lucha de clases diferentes, que están en consonancia con el tipo nacional en el que se llevan a cabo. Siendo que las características culturales de cada nación son diferentes entre sí, pues diversos han sido los recorridos realizados por cada una de ellas a lo largo de su historia, entonces la lucha de clases no puede desentenderse de ese pasado si es que quiere llegar a alguna parte. Lucha de clases y lucha por la apropiación de la cultura nacional aparecen así fuertemente imbricadas. Creemos nosotros que esta apreciación no es comprendida por Josef Strasser (1978: 189-237) cuando supone que la existencia de una cultura nacional necesariamente anula la lucha de clases. Strasser justifica su crítica señalando el distanciamiento insuperable que media entre una cultura proletaria y otra burguesa. Es decir que no puede haber una cultura nacional genuina, pues no existe comunidad de intereses en una sociedad estratificada en clases. Habría, por tanto, una fetichización de la cultura nacional por parte de los socialistas que intentan dar cuenta de su significado. Su negación a reconocer a la cuestión lingüística cualquier lugar de relevancia dentro de la estructuración de las relaciones sociales se traduce en un simplismo que imposibilita cualquier explicación acerca de los agrupamientos inmigrantes que son ya en esa época una realidad consolidada y que encuentran como principio de unidad el reconocimiento hacia una comunidad idiomática particular. No obstante, consideramos muy apropiada la opinión de Strasser sobre la confusión que arrastra el estudio de Bauer en torno al internacionalismo. Al concebirlo como una sumatoria de nacionalismos diversos obtiene un pannacionalismo que no contempla la intervención de elementos sui generis, aportes que le son propios y que hacen a su especificidad. Por su parte, cuando realice su crítica sobre el proyecto de autonomía nacional extraterritorial propuesto por Otto Bauer, Lenin (1970a: 262-265) señalará la contradicción que lo vuelve inconducente, pues relega a la única nación extraterritorial: el pueblo judío. El revolucionario ruso discrepará por entero con la concepción baueriana de autonomía cultural nacional mediante el razonamiento de que su adopción solamente podrá desunir ideológicamente al proletariado (Lenin, 1970b: 310-312).5
Más allá de las falencias que se le pudieran recriminar, Bauer terminó de instalar la polémica sobre el problema de las naciones y las nacionalidades, pero no se dedicó a dar una respuesta directa al interrogante referido a la manera en que influye la nación sobre la lucha de clases. Si bien tuvo la suficiente agudeza para percibir que dentro del amplio espectro de posibilidades a que se prestan las comunidades de carácter, es decir el producto de las fuerzas históricas vividas en común, la nacional era tan sólo una de ellas, no pasó de señalar la existencia de comunidades de clase y de profesión. Estas últimas no reconocen límites geográficos. La nación se torna así una “comunidad de carácter relativa”, pues admite en su seno la intervención de otras comunidades de carácter que son asumidas en forma individual (Bauer, 1979a: 27). Intervienen en la dotación de sus connotaciones específicas tanto la herencia como las condiciones actuales que son creadas sobre el pasado, y es que “La nación nunca es solamente comunidad natural, sino que siempre es también comunidad cultural” (Idem: 124). No obstante, resulta de importancia para nuestro propósito llamar la atención sobre el hecho de que Bauer despacha rápida y superficialmente una cuestión tan relevante como es establecer si tiene mayor gravitación una u otra comunidad de carácter. Consideramos que es justamente mediante esta distinción que se puede determinar la conducta del proletariado internacional ante las exigencias implantadas por la guerra. Que la comunidad de carácter nacional tuviera una intensidad mayor sobre los trabajadores que la ejercida por la comunidad de carácter clasista permite dar perfecta cuenta de lo sucedido al interior de los partidos socialistas.
De una manera algo más pronunciada que Bauer, Kautsky notó las relaciones que surgen entre la cultura con la pertenencia de clase y con la pertenencia nacional. En su esquema la lengua aparece como el instrumento material por medio del cual se hace posible la formación de una nación. La lengua es el elemento “más importante de las relaciones sociales” (Kautsky, 1978b: 136). A partir de esta consideración ya no habrá marcha atrás en la idea kautskiana que eleva el rol de las diferencias culturales surgidas de la integración de naciones distintas, tras decidir que son estas más profundas que aquellas que emergen a causa de la división en clases sociales. De esta manera, la adscripción a una comunidad lingüística determinada puede, bajo determinadas circunstancias, llegar a operar como un factor disgregador del antagonismo de clases. Los planteos de Kautsky decantan en el reconocimiento de una aproximación gradual entre los intereses del proletariado y los intereses de la nación.6 En este punto la controversia mantenida con Bernstein encontraba una tregua.
La prolífica obra sobre la cuestión nacional de Rosa Luxemburgo abonó la teoría marxista de desarrollo capitalista que supedita los movimientos de independencia nacional. Es su pensamiento uno de los que más interesa a la temática propuesta en nuestro trabajo, pues representó uno de los más ingentes esfuerzos que se hayan destinado en la Segunda Internacional a los fines de desentrañar el vínculo de interpenetraciones y reciprocidades contenido en el binomio clase-nación. El pensamiento de Rosa Luxemburgo no habría de recaer en las esterilidades propias de la naturalización de una teoría omnisciente, manteniéndose siempre dentro del cauce de una interpretación realista abocada a orientar la acción humana en contextos histórico-sociales disímiles. Es así como su paradigma reconoce para el caso del imperio turco la validez en la promoción de los postulados del derecho de autodeterminación nacional para aquellos pueblos balcánicos que habían dado sobradas muestras de superioridad material respecto del estado anexionista (Löwy, 1980: 93).
En tal sentido, Luxemburgo construye su análisis a partir el caso polaco, y Polonia es, en el momento en que ella escribe, una de las localidades más industrializadas de todo el Imperio ruso. Las posibilidades de desarrollo para la industria polaca descansaban en el enorme mercado ruso que le aseguraba la colocación de sus productos. Desde que tuviera inicio al promediar la década de 1830, la producción industrial de Polonia se había volcado siempre a la atención de los mercados exteriores antes que a satisfacer el consumo interno. Es así como Rosa Luxemburgo hubo de reivindicar la coexistencia política entre la nacionalidad polaca y el estado ruso, desechando cualquier esperanza de liberación para la primera. Los fundamentos en que se apoyaba para sustentar su postura eran económicos. El factor material actúa en su pensamiento como un condicionante directo sobre el plano político. El desarrollo de las fuerzas productivas polacas no estaba en situación, según esta perspectiva, de prescindir de aquellos cuantiosos beneficios económicos que otorgaba un mercado interno significativo del cual se participaba tan sólo en calidad de miembro integrante de la entidad jurídica y social reunida bajo el Imperio ruso. Este podía absorber un volumen de mercaderías de difícil colocación en un mercado mundial ya saturado.7 A la luz de esta interpretación se llegaba pronto al corolario de que el ideal de un estado autónomo de Polonia se daba de bruces con la verdadera causa del proletariado socialdemócrata.8
La oposición intransigente del Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL) hacia el movimiento de independencia polaco constituyó el principal motivo en su alejamiento con el Partido Socialista Polaco, en el cual el pensamiento de Kelles-Krauz redundaba en el rechazo sobre la conveniencia económica de mantener la sujeción política al imperio zarista por parte de una Polonia que, aventajando a éste en el desarrollo material y cultural, constituía -en el sentido engelsiano del término- una verdadera “nación histórica” (Walicki, 1980: 175-176). Tal como es planteada por delegados polacos del SDKPiL en los congresos internacionales obreros, la cuestión nacional se reduce a la promoción de la independencia de estados nacionales de la clase capitalista. Según la visión auspiciada desde el partido liderado por Luxemburgo, a la burguesía polaca no le interesa lograr la unificación del país bajo un estado autónomo porque no sirve a sus intereses económicos, los que se verían desbaratados si se llevara adelante un proceso de tales características. Al proletariado la formación de un estado nacional polaco no lo beneficia tampoco, aunque por otros motivos de conveniencia bien distintos de los que encuentran sus compatriotas burgueses. Para la clase obrera no reportaría ninguna utilidad la constitución de un estado que se fundaba en la conservación del orden existente. Se desprende de esto que el interés de clase debería empujar al proletariado a bregar por el desarrollo de cualquier movimiento de masas -ya fuera en pos de la autonomía nacional o por alguna otra causa- únicamente cuando pudiera su realización efectiva contribuir a la emancipación definitiva respecto de la explotación capitalista. La opresión nacional resultaba ser una cuestión de orden secundario para los asalariados. El motor de la acción proletaria no estaría, por tanto, en la lucha nacional, sino en la lucha de clases, que no guardaba con aquella un vínculo necesario: “En la medida en que la lucha de emancipación de la clase obrera fuese cada vez más victoriosa y la propia clase obrera adquiriese cada vez más influencia, los obreros polacos sentirían cada vez menos la necesidad de tender a la construcción de un estado autónomo, en interés de su liberación” (Luxemburgo, 1979a: 186).
Al sostener por principio que el poderío político de la clase obrera se halla en consonancia con el crecimiento del sistema capitalista resulta comprensible que Luxemburgo advirtiera en la cuestión nacional una desviación respecto de la causa primera del proletariado, pues no importa la bandera bajo la cual se desarrollan las fuerzas productivas, sino la necesidad y urgencia de que éstas sean efectivamente desarrolladas. La conclusión a la que arribaba Luxemburgo consistía en advertir la necesidad de que el proletariado polaco hiciera causa común con las socialdemocracias de Rusia, Alemania y Austria en el cumplimiento del programa de acción política que decidieran darse con el fin de producir la revolución social. Luxemburgo podía sostener este argumento en la convicción de que la forma de organización política genuina del capitalismo no es el estado nacional moderno, sino la que se encarna el estado conquistador supranacional.
El diagnóstico de Rosa Luxemburgo es el mismo en sus distintos escritos vinculados a la cuestión nacional: un proceso de independencia nacional conducido por el proletariado iría a contramarcha del proceso de desarrollo económico -atado a los mercados representados por sus estados anexionistas- del cual depende para obtener su fuerza política. Ello no sólo es válido para el caso de Polonia, ya que la continuación en el reclamo por la formación de un estado autónomo podría expandirse a otras nacionalidades que aparecen en la época integrando estados multinacionales. De producirse esta situación, consideraba Luxemburgo, las consecuencias para la lucha política del proletariado serían marcadamente perjudiciales, enfrascada ahora “en una serie de estériles luchas nacionales” (Idem: 227). El ataque a las argumentaciones del grupo “socialpatriota” del Partido Socialista Polaco es frontal. Luxemburgo debió ir contra la corriente general del socialismo en sus apreciaciones sobre la autodeterminación polaca, pues hubo de hacer frente en sus argumentaciones a toda una tradición de solidaridad proletaria hacia la misma que se remontaba a Marx y Engels (Nettl, 1979: 225). Para el primer marxismo el surgimiento de un estado nacional polaco fuerte e independiente podía operar con eficacia a modo de tapón para refrenar en la región el poderío de la autocracia rusa. En la teoría elaborada por la intelectual polaca no aparece en la conformación de nuevas naciones independientes la realización de un mecanismo automático facultado para ampliar el ejercicio de una democracia útil a los trabajadores. Muy por el contrario, los movimientos nacionales representaban un obstáculo flagrante en aquel crecimiento económico y social que sí podía ayudar a dar un vuelco en la realidad existente. Lenin objeta a Rosa Luxemburgo el no haber realizado un análisis profundo de la cuestión nacional en Rusia, para enseguida pasar a atacar el centro neurálgico de la posición sostenida por el SDKPiL, aludiendo al hecho de que si una nacionalidad territorialmente delimitada encuentra favorecidas sus posibilidades de desarrollo manteniéndose dentro de un país precapitalista, tal unidad no podrá prolongarse por mucho tiempo. Las contradicciones emanadas de la vinculación producida entre los sistemas capitalista y precapitalista deberían más bien forzar la escisión de la región progresista, pues dicha convivencia no descansa en el capitalismo moderno, sino en el despotismo asiático (Lenin, 1970e: 321-324). En realidad no es tanto el hecho de que haya pasado desapercibido para Luxemburgo el complejo relacional de aquella dialéctica, sino que más bien se encuentra presente en su teoría una manera diferente de analizarla. No existe para ella una correspondencia unívoca entre el desarrollo del capitalismo y el surgimiento del estado nacional. En otras palabras, no hay nada de específico en el estado nacional que alcance para ver cristalizado en él la organización política más idónea para el crecimiento de la producción capitalista.
Quien sí partió de la comprensión del estado nacional como forma de organización propia de la clase dominante bajo el régimen capitalista fue el holandés Anton Pannekoek. Del mismo modo en que había procedido Strasser, en su análisis la lucha de clases se convierte en el núcleo fundamental a la hora de empezar a discutir sobre el sentido de las naciones y el nacionalismo. Pannekoek (1976a: 47-79) comparte la idea generalizada dentro de la socialdemocracia de la época que refiere a las naciones en calidad de grupos humanos que se convierten en una unidad por obra de una historia común.
En el apercibimiento de la interacción constante que resulta signada por la experiencia común que da forma a la comunidad de destino en el sentido baueriano del término, es decir “comunidad de destino” no como destino idéntico sino como experiencia común de un mismo destino, Pannekoek tiende un lazo crítico con las ideas de Kausty sobre las nacionalidades, y establece que la comunicación se posibilita y se construye a partir de la utilización de una misma lengua. Si bien la lengua común se constituye en “la connotación más importante de la nación” (1976b: 263), al funcionar como elemento cohesionador entre individuos, esto no quiere decir que entre naciones y grupos hablantes de un mismo idioma exista una correspondencia determinante e inequívoca. El propio Bauer había insistido en que, como parte singular de una expresión más general que es la comunidad cultural, la comunidad lingüística es “un producto de la comunidad de destino” (1979b: 16), y no al revés. Así, y en contra ahora de los postulados de Kautsky, considera Pannekoek que es la evolución político-económica lo que determina la conformación de una nación, y no la lengua ni cualquier otra manifestación de tipo cultural.
Aunque pueda parecer evidente, resulta interesante destacar en este punto que si bien Pannekoek sostiene que es la historia vivida en común, historia que se expresa a través de un sistema idiomático compartido, lo que permite delimitar una comunidad de carácter nacional, estaría faltando mencionar que tanto lengua como experiencia vivencial comunes se vuelven específicas en tanto tienen la posibilidad de contrastar con otras comunidades de carácter le son ajenas. Pannekoek ve la historia de la nación como un conjunto cerrado, acabado sobre sí mismo, y no se detiene a analizar la relación de una nación con las otras naciones que interactúan con ella.
A diferencia de Bauer, quien sostenía que los campesinos eran los preservadores naturales de la nacionalidad aunque no intervinieran en lo más mínimo de la cultura nacional, Pannekoek distingue entre una nacionalidad moderna y otra arcaica. Esta diferenciación se basa en fundamentos socioeconómicos: el campesino es una fuerza social pasiva, pues sus condiciones materiales de existencia se completan sin necesidad de interactuar con el mundo exterior a su comunidad. Recuperando la concepción elaborada por Marx en torno de la relación entre hombre y medio, Pannekoek afirma que “Sólo lo que el ser humano toma activamente, lo que a él mismo lo impulsa a variar y aquello en lo que colabora por propio interés con su propia participación es capaz de modificar su naturaleza” (1976b: 264). Por lo tanto el campesinado es un elemento sin historia en tanto su economía individual tenga utilidad únicamente para sí mismo, pero cuando ésta entra en la dinámica de producción capitalista y se inserta en las relaciones de mercado, entonces el campesino se convierte en integrante de una comunidad mayor, comienza a formar parte de la nación moderna. Es por esto que las naciones modernas son netamente producto de la sociedad burguesa. El estado surge en estas situaciones de capitalismo desarrollado, y es por ellas que se refuerza el poder central para que sirva como organización de lucha de la burguesía. Dado que los intereses de la burguesía se canalizan a través del aparato estatal, que se halla materialmente facultado para apoyarla, las distintas facciones burguesas intentarán hacerse con el favor del estado, hegemonizándolo. La nación es, en consecuencia, la comunidad de destino de un determinado sector de la sociedad capitalista: la burguesía. En Pannekoek, así como en Bauer (y a diferencia del fatalismo kautstiano), es la voluntad de las clases burguesas en ascenso lo que crea las naciones. No se encuentra en el proletariado una voluntad dirigida en el mismo sentido de constituirse como nación frente a otras naciones. La lucha de clases crea una comunidad internacional de intereses en el proletariado.
En el campo cultural se establece una separación tajante entre la cultura burguesa y la cultura proletaria que se hace cada vez más profunda. Esto coincide con lo sostenido por Strasser (1978: 199-200): así como sucede con las políticas económicas proletaria y burguesa, los caminos a recorrer por las políticas culturales del proletariado y de la burguesía tienen, necesariamente, que ser diferentes hasta el punto de lo irreconciliable. Por lo tanto, Pannekoek sostiene que es equivocado el planteo que intenta ver una lucha del proletariado por la posesión de los bienes culturales propios de la burguesía; es un ataque directo a la tesis de Bauer, pues sostenía que la lucha de clases del proletariado es una lucha por la posesión de la cultura nacional. En realidad la lucha, establece el marxista revolucionario, es por el dominio sobre la producción, y su finalidad es la de partir de tales cimientos para la elaboración de una cultura socialista.
En apoyo de los supuestos de Pannekoek viene la recuperación que realiza Max Adler sobre el pensamiento de Fichte, quien nos dice que una verdadera cultura nacional surge tan sólo de la educación del pueblo que es efectuada en clave socialista. Adler concibe la cultura nacional como una cultura de alcance nacional, una cultura que tiene su origen en la intervención para su producción y desarrollo de parte del grueso de una población determinada, “pues, ¿qué representaba la cultura hasta ahora desde el momento en que las obras de los poetas, pensadores y artistas sólo llegaban a un pequeño círculo de la nación mientras para la inmensa mayoría, para la masa, sólo representaban un objeto de lujo en manos de las clases pudientes, odiado por la masa y fuera de su alcance?” (1980: 133). Se desprende de cuanto aquí se ha dicho que, para el sector internacionalista, la comunidad de destino que les pertenece a los asalariados queda conformada por y para la lucha de clases.
Quien realizó una identificación neta del conflicto nacional con el conflicto de clases fue el fundador del llamado “nacionalismo proletario”, el judío ruso Ber Borojov. Según éste, el problema nacional -siendo que se manifiesta de manera diferente para cada clase de que se compone la sociedad capitalista- es para el proletariado el producto del conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación y de las condiciones de producción en él vigentes (Borojov, 1979: 113). El territorio importa al obrero en tanto adquiere magnitud por ser el lugar en donde se activa su fuerza de trabajo. Dentro de este esquema de interpretación de la realidad, la liberación nacional aparece en el programa de acción política ocupando el lugar de condición necesaria, primaria e ineludible, a los fines de posibilitar el proceso de revolución social. En este aspecto, las consignas de Borojov en torno de la cuestión nacional se encuentran en el extremo opuesto de los postulados de Rosa Luxemburgo. Y es que se establece en el pensamiento del primero una relación mecánica entre un nacionalismo de corte territorial y la lucha de clases, relación que era abiertamente combatida por la segunda. El medio geográfico es considerado por Borojov como el factor principal, aunque que no el único, por el cual se configura el estado de las fuerzas productivas de una nación. En las naciones dominadas, económicamente subdesarrolladas y carentes de una proletarización de importancia, el territorialismo cumple la función de brindar la base sobre la que se empieza a construir la lucha revolucionaria (Idem: 123-124). Aunque dentro de las fronteras del imperio ruso Borojov fue el primero en elaborar una teoría sistemática sobre la cuestión nacional desde una perspectiva marxista, y a pesar de que los partidos judeomarxistas recogieron sus postulados, adoptando y rechazando de ellos cuanto consideraron conveniente, lo cierto es que la producción de Borojov no tuvo mayor trascendencia en las discusiones que sacudieron a la Segunda Internacional.9
Así como los intereses ideológicos y las herramientas de análisis que atraviesan las obras de Otto Bauer y de Rosa Luxemburgo sobre la cuestión nacional están, mucho más claramente que en las disertaciones más generales de Pannekoek y Strasser, en función de la realidad concreta e inmediata a la cual se hallan adscritas, otro tanto ocurre con la intensa producción teórica pergeñada por Vladimir Ilich Lenin. Ninguna respuesta eficiente podía ser dada -amén de caer en el ejercicio de una praxis falaz- a la problemática nacional si no era partiendo de la consideración de las características singulares de cada caso en donde esta emergiera. Esto no expresa otra cosa más que, retomando las razones por las cuales Marx y Engels no se plantearon siquiera ensayar un principio de solución interpretativa universal, la necesidad de corresponder a las manifestaciones sociopolíticas con respuestas originales aplicables al caso específico para el que eran diseñadas. El método analítico de Lenin para la cuestión nacional no se comprende si no se toma en consideración el contexto de una Rusia imperial signada por la autocracia zarista.
Desde que la coyuntura abierta con la revolución de 1905-1907 cesó, dando paso a la propalación oficialista de la noción de “chovinismo de gran potencia” (El movimiento…, 1983: 182), una ola de nacionalismo había asaltado a la población rusa, brindando nuevos materiales sobre los cuales reflexionar. Lenin nunca dejó de considerar que no se debía transpolar a las complejidades sin parangón presentes en el Imperio ruso aquellas fundamentaciones que eran producto de la situación experimentada por Occidente. Así como para Marx y Engels los movimientos de independencia nacional que debían ser apoyados se identificaban con aquellos que encerraban la facultad de impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, en Lenin operaba un corrimiento de primacías que iba del plano económico hacia la esfera de la política.10 Para Lenin es a través de la potencialidad revolucionaria que pueda llegar a revestir el reclamo por la autodeterminación nacional que debe ser secundada la reivindicación. Es la teoría del imperialismo la que termina de dar cohesión y sentido a la perspectiva leninista de la cuestión nacional.
El revolucionario ruso, con su construcción totémica de la lucha entre clases, dio por tierra con aquel principio de demarcación del marxismo primigenio que impulsaba el señalamiento de ciertas naciones “atrasadas” a las que era preciso exterminar en pos de garantizar el avance del movimiento político progresista (Rosdolsky, 1980: 79-88). La dimensión de esta postura no era político-ética, sino más bien estratégico-política. Lenin podía advertir que una eventual revolución en Rusia estaría en cierta medida condicionada en su posibilidad de éxito por la disposición con que hacia ella se despachara la constelación de nacionalidades -entendida en el sentido que le daban Marx y Engels de pueblos con lengua y cultura propias pero carentes de Estado soberano- que componían el imperio. Históricamente legítimos son, para el enfoque leninista, los movimientos nacionales dentro de un contexto histórico en que la sociedad de cuño burgués da lugar al principio de nacionalidad. No obstante, son tan sólo los elementos progresivos que se hallan inoculados en dichos movimientos los que deben ser reconocidos y alentados desde la práctica socialista. Un sostenimiento indiscriminado de los componentes nacionalistas no podría sino llevar aparejada la formación de una conciencia de clase híbrida para el proletariado.
En sintonía con el llamamiento del líder bolchevique para que se mantuviera la unidad interna del proletariado -quien, a su vez, debería coaligarse con los soldados- como condición previa y necesaria al estallido de la guerra civil (Lenin, 1970f: 44-46), el parlamentario alemán Kart Liebknecht arengaba a los socialistas reunidos en Zimmerwald para que promoviesen la desviación de las hostilidades en contra de sus propios gobiernos burgueses.11 Anticipándose a las objeciones, Lenin (1970i: 180-181) ensaya el antídoto habitual contra el blanquismo: la guerra civil debía ser obra de las masas concientes, políticamente maduras. Percibe en la guerra la cristalización armada de un conflicto de raigambre política que enfrenta a los colosos de la economía capitalista mundial, y cree ver en esta coyuntura internacional la activación de condiciones, acaso inmejorables, para conducir al proletariado hacia su triunfo definitivo (Lenin, 1970j: 380-403). En un manifiesto del CC del Partido Bolchevique correspondiente al 1 de noviembre de 1914 se concluía que “La transformación de la guerra imperialista actual en guerra civil [como forma de expresión específica de la lucha de clases correspondiente a un momento histórico crítico determinado] es la sola solución proletaria”.12
Las posiciones de Lenin y de Rosa Luxemburgo concuerdan en un principio fundamental, y es en que ambos conciben que la lucha emprendida por el proletariado con la finalidad de revolucionar la sociedad burguesa imperialista constituye la única y genuina forma de defender la independencia nacional. La divergencia tajante que aleja lo aproximado estriba en la acusación leninista acerca de que, al negar todo principio autonómico para las distintas localidades que componen con sus particularidades unívocas un todo territorial mayor, el planteo de Luxemburgo aniquila cualquier posibilidad de valorar positivamente la constitución de un estado que haga del centralismo democrático, a través de la concentración de capitales que facilita el sesgo a la intervención de la burocracia, el camino más veloz y eficiente para el desarrollo de las fuerzas económicas capitalistas (Lenin, 1970k: 39-46). En otras palabras, la diferencia sustancial que media entre Luxemburgo y Lenin, volviendo irreconciliables sus premisas teórico-prácticas, reside en que aquella pone al internacionalismo proletario en el centro de la cuestión, en tanto que en el segundo atraviesa su concepción el derecho a la autodeterminación. Luxemburgo ataca el principio de autodeterminación de las naciones por considerar que no rige en él ninguna “directiva política o programática de la cuestión de las nacionalidades sino, hasta cierto punto, una jugada para eludir la cuestión” (1979b: 32). Para Luxemburgo el socialismo debe ocupar sus fuerzas en la consecución del derecho a la autodeterminación del proletariado y no a la autodeterminación de los pueblos. Una y otra no aparecen bajo la posibilidad de ser conjugadas en una misma lucha que las resignifique y las realce en beneficio de la clase trabajadora. Su pensamiento está atravesado por la consideración de que en Polonia es la nobleza, y no la burguesía, la que en todo momento representa la idea de nación. Luxemburgo (1976: 104-105) considera que cualquier pretensión de autodeterminación nacional bajo un sistema capitalista es, necesariamente, un error político, cuando no una farsa. Lenin llama la atención sobre el error en que incurre el Folleto de Junius cuando intenta sostener la impracticabilidad, en las condiciones vigentes, del derecho a la defensa de las naciones pequeñas. La negación del derecho de autodeterminación estaría implicando, necesariamente, que los privilegios de la nación dominante son apoyados de manera activa por el proletariado que la integra, y ello, a su vez, no podría dejar de traducirse en una pérdida de cohesión para el proletariado internacional a causa de la desconfianza que así se instaura (Lenin, 1970l: 345).
Al suponer que la existencia del Estado es necesaria para que se produzca la transición al socialismo, Lenin rechaza la consigna internacionalista que llama a derribar las fronteras. Esto encuentra justificación en una cuestión de índole práctica, resumida en el hecho circunstancial e inevitable de que todo Estado presupone la permanencia de límites fronterizos. Por lo tanto, el método trazado para la revolución social no podrá ser ya el mismo que el que fuera propuesto los internacionalistas más recalcitrantes. Se le presentaba, en consecuencia, a Lenin la necesidad de plantear una metodología distintiva, acorde con los principios filosóficos esbozados
Es entonces cuando cobra entera significación la defensa del derecho a la autodeterminación nacional, entendiendo por él la libertad de cada nación para disponer a su parecer de la capacidad para promover su separación -tal el caso señalado para Rusia en su relación con las naciones que se encontraban bajo su yugo- o su unificación -la fragmentada Polonia es destinataria directa de la propuesta- (Lenin, 1970i: 256-262). La libertad de separación revestía una importancia de primer orden en la lucha internacional del proletariado, pues era aquella la garantía sobre la cual se cristalizaba esta última: “La guerra civil de los obreros y de las masas trabajadoras de todas las naciones contra la burguesía es imposible sin la organización democrática efectiva en las relaciones entre las naciones (y, por ende, sin la libertad de separación para formar un Estado independiente)” (Lenin, 1978: 210). Para el leninismo, en consecuencia, la constitución de Estados independientes no constituye per se un objeto de rechazo: su formación puede coadyuvar, antes que contrariar, la solidaridad del proletariado internacional. Así, la separación entre Suecia y Noruega sirvió para que los trabajadores suecos se pudieran oponer de forma taxativa al llamado bélico que fue realizado por sus compatriotas terratenientes cuando requirieron de ellos para que tomaran parte en el resguardo de los intereses de clase que les eran exclusivos. No es difícil detectar cuál será la clase obrera que se mantenga concentrada en sus propósitos específicos, pues habrá de estar encarnada, para el líder bolchevique, en aquella que “abogará siempre por un Estado más grande” (Lenin, 1952: 38).13 Y es que Lenin es un firme detractor del federalismo y la descentralización; considera que es mediante la conformación de estados extensos y centralizados cuando el capitalismo se expande con mayor eficiencia. Autodeterminación significa, dentro del paradigma leninista, “fusión de las distintas partes integrantes de un partido” (1969a: 103).14
La autodeterminación funciona como una fórmula general que se aplica estratégicamente, individualizando cada circunstancia particular (Lenin, 1970n: 493), y admitiendo, por lo tanto, la discusión sobre el significado del concepto, además de su operatividad específica, desde una perspectiva proletaria (Lenin, 1970o: 15). El derecho de autodeterminación de las naciones es no la separación de facto sino de iure que tiene cada nación para conducir, siempre y cuando así lo desee, “su separación política de entidades nacionales ajenas, y la formación de un Estado nacional independiente” (Lenin, 1970l: 317; cf. Bambirra y dos Santos, 1981: 149).15 Es interesante, llegado a este punto, destacar en el pensamiento de Lenin la presencia del derecho a la autodeterminación como un derecho transitorio, producto de una coyuntura basada en la opresión político-económica de las naciones, y urge, por ende, no caer en el simplismo erróneo de entenderlo como si de un resabio de la vieja filosofía iusnaturalista se tratara (Davis, 1972: 249).
La posición leninista sobre la cuestión nacional pretendió ser, en su fundamento independentista, superadora de la concepción encabezada por el pensamiento de Luxemburgo. Cualquier posibilidad de que pudieran surgir sentimientos chauvinistas quedaba obstaculizada para aquellos países que, siendo dominadores del concierto internacional de naciones, permitían la libertad de acción de las naciones sojuzgadas.16 El principio de autodeterminación, que se piensa como una contraofensiva al imperialismo, se convierte en garantía democrática de la solidaridad obrera internacional y pone al proletariado más cerca de concretar el proyecto socialista. Es esta misma solidaridad genuina de clase la que, en oposición a toda intención de obtener una paz por separado, obliga a concretar una paz universal. El trasfondo de esta decisión se halla, una vez más, en la necesidad concreta e inevitable de lograr la revolución social: “La paz por separado es una tontería, porque no resuelve el problema fundamental: el de la lucha contra los capitalistas y terratenientes” (Lenin, 1970q: 353).
Dilucidar de qué forma debía tener lugar el cese de las hostilidades se convirtió en la nueva cuestión de fondo a la que se enfrentó la socialdemocracia. Y resultó que cada nación se volcó hacia la imposición de sus propias condiciones de paz, alineadas a la política de imperialismo que había visto nacer la guerra. Cada país buscaba imponer condiciones onerosas a las demás naciones participantes del conflicto, y el socialismo oficial se mostraba dispuesto a acompañar a los gobiernos burgueses también en esta nueva aventura de negociaciones. Dicho esto, sería incorrecto suponer, mediante el ejercicio de la apreciación retrospectiva conocedora del derrotero, que el bolchevismo adoptó desde un primer momento la postura esgrimida en pos de transformar la guerra entre naciones en una guerra entre clases. Muy por el contrario, y hasta la llegada de Lenin al país, el bolchevismo ruso comulgó con el centrismo socialdemócrata que encabezaba a nivel internacional Karl Kautsky.17 Efectivamente, el Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia decidió editar en junio de 1917 una serie de revisiones sobre el programa del partido preparadas entre abril y mayo (Lenin, 1970r: 439-463). Entre sus diversos componentes prescriptivos nos interesa destacar la ruptura definitiva con las direcciones de los partidos socialdemócratas oficiales, defensoras del concepto de “patria” esbozado por las burguesías nacionales, y, por lo tanto, contrarias a la noción de pacificación por vía revolucionaria. De esta manera, para el bolchevismo ruso la Segunda Internacional tenía los días contados.
Con la guerra se jugó la concepción socialista de revolución social, indisolublemente atravesada por el carácter político y social que se estuvo dispuesto a conceder a las masas proletarias y a sus formas de intervención práctica. Pannekoek expresó esta situación cuando sostuvo que “justamente la lucha por la guerra, el intento inevitable del proletariado de impedir la guerra, se transforma en un episodio en el proceso de la revolución, en una parte esencial de la lucha proletaria por la conquista del poder” (1976a: 79). El minoritario sector internacionalista planteó la necesidad de remozar la táctica socialdemócrata y propuso que para ello se hiciera eco de las experiencias registradas en la Rusia revolucionaria, encontrando en la huelga de masas un canal de expresión insustituible. La corriente mayoritaria del socialismo, por su parte, se mantuvo firme en la idea de que no existía contradicción alguna entre el deseo de emancipación de los trabajadores y la participación en los gobiernos nacionales para cumplir con los objetivos patrióticos que eran abiertos por la guerra.
De entre las distintas fuerzas pasibles de movilizar al proletariado, resultó ser que la conciencia nacional se antepuso, en tiempos de guerra internacional, a la conciencia de clase, haciendo de la nacionalidad un principio de acción más dinámico y decisivo que el que podía llegar a representar -y de hecho representó- la revolución social. El grueso de la socialdemocracia confluía en el sostenimiento de la imposibilidad de conciliar la cultura proletaria con la cultura burguesa, y Bauer (1979a: 298) explicó la penetración de la fórmula nacionalista a partir del activismo ejercido dentro de los partidos socialistas por los intelectuales burgueses.
En sintonía con los planteos compartidos por otros abanderados de la postura internacionalista, Rosa Luxemburgo hacía hincapié en el hecho de que fueran irreconciliables las políticas nacionales del proletariado y de la burguesía, justamente por ser antagónicos sus intereses de clase. Esto era producto de la observación realizada por la intelectual polaca de una realidad que conducía a señalar como natural para el movimiento político de los trabajadores enmarcado en el socialismo la aplicación de directivas programáticas esencialmente defensivas, tendientes a la armonización de los intereses de las distintas nacionalidades, y contraria, por lo tanto, al proteccionismo aduanero, el colonialismo y el militarismo (Luxemburgo: 1979b: 70). En este sentido, es bien claro que los elementos por los que debía tener inclinación el socialismo se hallaban en entera oposición a los designios de las burguesías nacionales. En este sentido, tras pasar revista al hecho de que el presupuesto de guerra alemán no requería en realidad para su aprobación del voto afirmativo por parte del grupo socialdemócrata, minoritario dentro del Reichstag, Rosa Luxemburgo sostuvo agudamente que lo único que se logró con su acción fue que “Puso a la guerra el sello socialdemócrata de defensa de la patria, y apoyó y respaldó las ficciones propagadas por el gobierno sobre la verdadera situación y los problemas de la guerra” (1976: 117).
Las distintas vertientes del socialismo no disponían de una facultad equiparable para intervenir marcando el rumbo de la vida política de la Internacional. Tal como sostiene Erich Matthias (1978: 34), al no contar ni con los aparatos del partido y sindicales ni con el favor de la fracción parlamentaria, la capacidad de acción de las alas izquierda y derecha quedaba cercenada, y el centrismo se alzaba como único dominador cierto de la situación. No obstante, la gravitación interna de las alas extremas bien podía ver aumentado su poder si se mostraba hábil a la hora de permear las posiciones del centro. En esa lucha, cargada de una centralidad astronómica para el destino del movimiento obrero internacional, el revisionismo reformista jugó con éxito sus mejores cartas.
1 Creyó Bernstein que el propio Engels había advertido la transformación social. Para la época en que redactó su obra magna, Bernstein insinuó estar ocupando el papel de continuador de la herencia legada por Marx y Engels. Esta era sin dudas una operación legitimadora, basada en la autorización que podía prestar a dicho propósito la recuperación inteligente de algunos pasajes vertidos por el último Engels en su ambiguo prefacio a Las luchas de clases en Francia. Se pretendió incluso hacer de aquel proemio un verdadero “testamento político”. Bernstein (1982: 139) insistió en señalar que allí el pensamiento engelsiano expuso, “con una decisión nunca antes demostrada, las ventajas del sufragio universal y de la actividad parlamentaria como instrumentos de emancipación para los trabajadores”, abandonando “definitivamente la idea de la conquista del poder político a través de golpes revolucionarios” (el subrayado es nuestro). Es cierto que Engels entendía que la importancia internacional del SPD, además de haberse convertido en un ejemplo de disciplina y crecimiento, residía en el haber suministrado “a sus camaradas de todos los países un arma nueva, muy afilada, al enseñarles a utilizar el sufragio universal”, al tiempo que considera que “la lucha en las calles con barricadas, que hasta 1848 había sido decisiva en todas parte, estaba considerablemente anticuada” para fines de la centuria decimonónica (1972: 24 y 27 respectivamente). Sin embargo, Kautsky (1978a: 208-219) se ocupó de señalar la necesidad de asociar el escrito de Engels con su contexto de producción, en el cual el estado avanzado del movimiento obrero y el abandono de la ilegalidad, a partir de la derogación en 1890 de las leyes antisocialistas decretadas por Bismarck en 1878, dejarían sin efecto para la socialdemocracia alemana la adopción de una “política desesperada” que abrevara en la violencia; no era preciso provocar a la burguesía, que de seguro reincidiría en una contraofensiva reaccionaria como ya lo había hecho para aplastar al levantamiento anarquista español de 1873. En conclusión, se plantea aquí que, si bien uno de los fundadores teóricos del socialismo moderno llegó a actualizar los métodos considerados para el logro la transición al socialismo, reconociendo en la vía pacífica de la democracia el más beneficioso, lo cierto es que de ninguna manera podía deducirse de ello un abandono definitivo, para todo tiempo y lugar, de la lucha revolucionaria. La adopción de fórmulas políticas inmutables habría significado el abandono de los postulados marxistas más fundamentales. Y lo cierto es que, tal como señaló Rosa Luxemburgo en alusión al célebre prefacio, Engels “No tenía en mente la actitud que debe asumir el proletariado hacia el Estado capitalista en el momento de la toma del poder, sino la actitud del proletariado en el marco del Estado capitalista” (1976: 101). Acaso sirva a modo de ilustración recordar que fueron tantas las interpretaciones que mereció la introducción de Engels, que Kautsky (1978a: 280-282) se vio en la urgencia de desmentir las acusaciones sobre un hipotético ejercicio de doble discurso endilgadas a aquél por parte del socialista Albert Südekum. Muy posteriormente, Eric Hobsbawm (2011: 77-78) consideró que las declamaciones ambiguas realizadas por Engels en sus últimos escritos no pueden ser de ninguna manera aceptadas como la aprobación de fórmulas legal-electoralistas.
2 En efecto, habría sido, en palabras de Bernstein, la participación activa de los trabajadores en la democracia lo que en definitiva “obligó a los arrendatarios y a los landlords a desistir de aquellos recursos económicos que ordinariamente son empleados para detener la emigración de los trabajadores o paralizarla en sus consecuencias” (1982: 39).
3 El propio Kautsky (1978a: 162-178) así lo advierte en su prefacio de 1920 a la tercera edición de El camino del poder, trabajo lanzado originalmente en 1909 y que había cosechado clamorosos elogios entre los teóricos de la socialdemocracia.
4 Fue Rosa Luxemburgo (1976: 45-128) quien se encargó de confrontar por izquierda con la panacea bernsteniana, procurando demostrar que tanto la actividad parlamentaria como la lucha sindical revisten interés para el socialismo en cuanto resultan elementos forjadores de la conciencia de clase del proletariado, su compromiso es con la subjetividad, ninguno de ellos ataca en forma directa los fundamentos en que se basa la economía capitalista, por lo que no pasan de cumplir una función defensiva, y pierden toda capacidad de efecto en la medida en que empiezan a ser considerados como herramientas que realizan objetivamente el tránsito a la sociedad socialista.
5 Esta opinión era compartida por la generalidad de los marxistas, quienes, con excepción de los austromarxistas, rechazaron el programa de autonomía cultural nacional (Lenin, 1970c: 200-203). Ya en agosto de 1913 el líder bolchevique había sostenido que “La falacia burguesa de la consigna de «autonomía cultural» resulta de una claridad meridiana para nosotros, los socialdemócratas letones, que vivimos en una región con una población muy mezclada, para nosotros que estamos rodeados de representantes del nacionalismo burgués de los letones, rusos, estonios, alemanes, etc.” (Lenin, 1970d: 333).
6 En un mismo ensayo Kautsky pasa de identificar la nación con la clase dominante: “La burguesía moderna y la moderna nacionalidad brotaron del mismo suelo y el desarrollo de una promovió el desarrollo de la otra. Y el papel que cumple la idea de nacionalidad responde de manera bastante similar al papel adoptado por la burguesía”, a reconocer la autonomización de las fuerzas nacionales: “el sentimiento nacional se transformó en fuerza impulsora que también opera de manera autónoma, sin conexión con el desarrollo económico, y que en determinadas circunstancias hasta puede convertirse en un obstáculo para el mismo”, para al fin concluir sobre la interpenetración de los intereses del proletariado en la lógica nacional: “Es cierto que la contradicción entre burguesía y proletariado cobra cada vez más fuerza, pero al mismo tiempo el proletariado se constituye cada vez más en el núcleo de la nación, por su número, inteligencia y energía; hay cada vez mayor coincidencia entre los intereses del proletariado y los de la nación. De ese modo, una política adversa a la nación sería el suicido puro por parte del proletariado. Y ningún trabajador quiere tal cosa” (1978c: 126, 131 y 138 respectivamente).
7 Si bien las relaciones comerciales con Rusia aparecen en el discurso de Luxemburgo ocupando un lugar destacado por ser ella la única región que goza de un elevado desarrollo industrial, lo cierto es que las dos secciones restantes en que se hallaba escindida Polonia también eran receptoras de un trato preferencial en materia económica por parte de los estados supranacionales a los que se encontraban políticamente sujetos: “Las relaciones económicas entre las tres partes de Polonia son tan insignificantes que no tienen ningún peso en su vida económica. Por el contrario, las relaciones económicas entre cada parte aislada y su respectivo estado anexionista dominan el conjunto de la economía de aquélla, mientras ésta no ha asumido una estructura más moderna. La burguesía polaca no se apasiona por lo tanto por la reunificación de Polonia más que lo que se apasiona por la explotación sobre el plano económico de las condiciones favorables que le son ofrecidas por su pertenencia a los estados anexionistas: el enorme mercado de los granos en Alemania, la constante demanda de materias primas en la Baja Austria y Bohemia, etc.” (1979: 178).
8 Tal el espíritu que envuelve el “Informe al III Congreso de la Internacional Socialista Obrera, en Zürich, 1893, sobre la situación y el desarrollo del movimiento socialdemócrata en la Polonia rusa desde 1889 hasta 1893” (Idem: 163-171).
9 J. L. Najenson (1979: 49) atribuye esta falta de influencia a la neutralización política y el silenciamiento sufridos por la comunidad judía a causa de las rigideces propias del aislamiento al que fuera condenada por el zarismo.
10 Para una visión bastante acabada y reciente la trayectoria pre-octubrista de Lenin en sus diversas lecturas sobre el nacionalismo y las naciones, abarcando desde el rechazo a toda forma de expresión nacional hasta la aprehensión de los reclamos por la promoción de los derechos de las naciones y nacionalidades subordinadas, cf. Eidelman, 2002; 2012: 55-66.
11 Informa Lenin (1970g: 51-53) que si bien existieron problemas de difusión a causa de que el autor no actuaba desde la clandestinidad, la carta fue de pleno conocimiento para los miembros que asistieron a la conferencia socialista. Asimismo, explica por entero esta situación la creencia de Lenin con respecto a que en la coincidencia no casual de su táctica y la de Liebknecht se encontraba el germen de una eventual Tercera Internacional (1970h: 290-291). Cf. también Kirby, 1998: 15-30.
12 “Los Bolcheviques frente a la Guerra”, La Correspondencia Sudamericana. Revista quincenal editada por el Secretariado Sud Americano de la Internacional Comunista, I (8), 31/7/1926: 1.
13 Cf. también Lenin (1970m: 326); Karpóvich (1986).
14 Por contraste, el federalismo promovería el aislamiento. En esto reside el centro de la crítica de Lenin hacia la práctica bundista, que estuvo dirigida casi en forma unánime a atender las cuestiones específicas de su programa, ligadas a intereses de cultura nacional extra-clasista, en detrimento de aquellas otras mociones que resultaban de competencia común para la socialdemocracia. Y es que el Bund, en palabras de Lenin, estaba inmerso desde su fundación en una dualidad práctica que lo conducía a la contradicción, pues al no poder elaborar una teoría científica que avalara la construcción de una nación judía, favorecía el establecimiento de la dicotomía entre el proletariado judío y el proletariado no judío, y se veía así arrastrado al campo de la reacción política. En otro artículo, Lenin señala que es precisamente en la Rusia zarista, donde la dura represión hacía más necesaria que cualquier otra parte la unidad de los proletariados de distintas nacionalidades, y donde toda separación le hacía el juego a la autocracia, el nacionalismo impulsado por la dirección del Bund provocó su apartamiento del POSDR durante el II Congreso del partido, celebrado en 1903. El proletariado judío estaba adscrito en varias regiones a la organización general del partido, y fue por ello que la conducción del POSDR se negó a aceptar la prerrogativa autoimpuesta por el Bund que pretendía elevarlo a la categoría de único representante legítimo del proletariado judío, lo que a su vez lo habilitaba para hacer caso omiso a toda demarcación territorial (Lenin, 1969b: 574-577). Interesa destacar aquí que la problemática surgida de la diatriba implicada en la necesidad de optar entre la formación de un movimiento obrero nacional autónomamente organizado o su afección en una organización mayor de perspectivas internacionales no fue, dentro del POSDR activado bajo las particularidades del complejo imperial ruso, patrimonio exclusivo del Bund, manifestándose de igual modo en la praxis organizativa del socialismo armenio (Haupt, 1980: 72).
15 El derecho de las naciones a la autodeterminación promovido con tanto énfasis por Lenin fue incorporado en la Constitución Soviética de 1924 que reguló la vida entre las distintas federaciones de la Unión sin demasiados cambios a lo largo de su existencia a este respecto. No obstante, la aplicabilidad de este principio nunca fue claramente definida, convirtiéndose en objeto de futuras y centrales disputas cuando, en tiempos de Gorbachov, las repúblicas del Báltico reclamaron el respeto de su derecho a la independencia nacional. Cf. Kotz y Weir (2007: 136-142).
16 Sirva de ejemplo la siguiente aseveración: “Cuanto más libre sea Rusia, cuanto más resueltamente reconozca nuestra república la libertad de separación de todas las naciones no gran rusas, con mayor fuerza los demás pueblos se sentirán atraídas a aliarse con el nuestro, menor tirantez habrá, más raros serán los casos de verdadera separación, más corto el período de separación, más estrechos y más fuertes serán a la larga, los plazos de alianza fraternal entre la república proletario-campesina rusa y las repúblicas de todas las otras naciones” (Lenin, 1970p: 306).
17 Encabezados por Molotov y Stalin, los bolcheviques “intercedían en favor de la unidad política e incluso organizativa con los mencheviques”, partidarios, por entonces, de la posición kautskiana (Rosdolsky, 1984: 47), p. 47. Acaso sirva para aclarar un poco el porqué de la orientación rusa recordar el temor al aislamiento que padecía el bolchevismo a causa de la incapacidad que manifestaba la socialdemocracia occidental para comprender las particularidades rusas, situación que conllevó a que los escritos de Lenin fueran escasamente difundidos (Haupt, 1984: 126-127).
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Recibido: 20/10/2014
Aprobado: 11/03/2015
Publicado: 01/03/15
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